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Acción Democrática y la Revolución de Octubre

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Por SOCRÁTES RAMÍREZ

El 18 de octubre de 1945 un sector de los mandos medios del Ejército dio un golpe de Estado contra Isaías Medina Angarita y fue secundado por el petit comité de Acción Democrática. Rómulo Betancourt pasó a dirigir el gobierno organizado al día siguiente, y con su partido dotó de un profundo contenido político al proceso que enseguida se desencadenó, nominado como «Revolución de Octubre» por sus actores y por el concierto del momento.

I. En contexto

En 1945 AD ya había pasado por un vertiginoso proceso de formación y de definición de su tesis y programa, contaba cuatro años de vida legal, estaba delimitada su estampa de partido policlasista, nacionalista, democrático y revolucionario; tenía periódico y semanario de circulación nacional, y una estructura organizativa inédita en la historia de Venezuela. En ese proceso sus principales líderes abandonaron el objetivo de una revolución comunista, y convirtieron su programa mínimo en el postulado de una «revolución democrática» que asegurara el control del Estado para liberar los frenos que impedían la modernización del país. Según el discurso del partido, ese camino solo podía allanarse si el Estado era realmente representativo y emanaba del voto libre de todos los venezolanos adultos; si orientaba su política económica con criterios marcadamente nacionalistas, demandando más participación en las ganancias de las compañías petroleras; y si revertía la mayor parte de esos recursos en preparar al capital humano nacional para una vida diversa en términos productivos. Desde abril de 1937 a octubre de 1945 se produce una tensión civilizada entre AD —primero el PDN— y los gobiernos de López y Medina. Por un lado, el gobierno reafirmaba su propia orientación sobre la modernización, cuyos objetivos coincidían cada vez más con los de AD, aunque diferían en estilo, tiempo y velocidades. Por otro lado, el partido desplegaba un conjunto de estrategias de incidencia sobre López y Medina para convertir su idea de revolución en un proceso indetenible.

Los límites en los que se producía esa tensión resultaron insostenibles en 1945. Al menos tres factores conducen a la ruptura: i) la crisis política desatada con la reforma constitucional de ese año que eludió la sanción del voto universal, seguida de los meses de desconcierto ante los intentos de solucionar la sucesión de Medina —quien debía dejar el cargo en abril de 1946—, primero con Diógenes Escalante y luego con Ángel Biaggini; ii) las noticias recibidas por la vanguardia de AD sobre una conspiración militar en marcha asentada en demandas de las capas medias del Ejército, y a la que el partido es invitado bajo la advertencia de que el golpe ocurriría con o sin su apoyo; y iii) la mixtura entre el clima de oportunidad política —nacional e internacional— con la propia vocación de poder de AD desarrollada y contenida durante casi una década.

II. Despliegue revolucionario

La fórmula que usó AD para hacerse con el poder rompía su propia línea de actuación política en la década precedente situándolo en el vórtice de la época garibaldina de sus líderes. Enseguida empezó la revolución. Fueron demolidos con rapidez los referentes de poder depuesto y alterada la historia perceptiva que el partido había elaborado de ellos al calor de las contingencias pasadas. Figuras del gobierno depuesto fueron perseguidas y expulsadas y se creó un tribunal para juzgar a los acusados de corrupción. En ausencia de una épica revolucionaria como hito fundacional, AD creó a sus propios sujetos, promoviendo una equivalencia entre la voz del «partido del pueblo» y la voz del pueblo mismo. Todo el discurso de la época estaba hilado por la voluntad fundacional de un tiempo nuevo. Para AD esa voluntad se enlazaba a su largo intento por ubicarse en la trama histórica venezolana, al decir que, ahora sí, la Independencia empezaba a consumarse, y que el pueblo, guiado por su partido, lograba lo que la mezquindad de las oligarquías impidió a los libertadores. Para blindar el clima de expectativas sobre el alcance del proceso, AD intentó distinguir lo que correspondía y podía esperarse del tiempo constituyente frente a las grandes tareas que apenas se atenderían en el tiempo constitucional, es decir, cuando la revolución hubiese terminado. En pleno fragor por el desenlace de la guerra, Betancourt siguió agitando la consigna de una América libre de colonialismos y tiranías, y la revolución contribuyó a la articulación de un grupo de gobiernos y movimientos que tomaron la bandera de la democratización continental. Además de contender en el plano político con su oposición natural, desde el gobierno AD enfrentó una serie de alzamientos y conspiraciones, algunos de origen doméstico, y otros estimulados por la convergencia entre los desplazados del poder y los regímenes extranjeros enemigos de Betancourt.

Más allá de las velocidades y maneras, fuentes de inacabable disputa desde entonces, o de los signos de desplazamiento, ruptura y nuevo comienzo característicos de las revoluciones, la de octubre de 1945 expandió la libertad política al convertir a los venezolanos en decisores de la vida pública. La sanción del voto universal desde el Estatuto que rigió las elecciones a la Constituyente y su afirmación en la Constitución promulgada en julio de 1947, la secuencia electoral de octubre de 1946 a mayo de 1948, la fundación de URD y Copei, y el clima de competencia política —no siempre pacífico y civilizado— dan cuenta de los actos impulsados por AD para cumplir su principal tarea programática.

III. Cambio y continuidad

El signo de cambio más potente instaurado por la Revolución de Octubre fue la instalación real de la competencia política por el poder que desde entonces —salvo la dictadura del 50 y la presente— depende del voto universal para formarse y transferirse. Esto fue posible gracias a una transformación por ampliación de la concepción de ciudadano, que supuso un enorme impacto sobre las representaciones venezolanas, especialmente en el plano social y simbólico. En el ámbito político implicó una alteración en la noción de responsabilidad del gobernante, pues la voluntad asentada en la buena intención fue suplantada por la obligación ante el votante, que se sumaba a otras formas de vigilancia y control institucional y desde la opinión más o menos reinstauradas a partir de 1936.

Pero, a pesar de su primerísima vocación rupturista, por fuerza de las circunstancias, por adecuación o conveniencia, las revoluciones también continúan cosas, y esta no fue la excepción. Con otros métodos AD profundizó el proceso de centralización política de Venezuela distintivo del gomecismo. También amplió los márgenes de intervención estatal en la economía, en la dirección de propio programa, de las tesis interventoras en boga desde los 30, y de las prácticas de los gobiernos de López y Medina. Y bajo sus propios criterios límites aupó el rentismo, confiando que tendría habilidades para controlarlo y abandonarlo después de crear los fundamentos de una economía fuera de la dependencia del petróleo.

En medio de las cosas que cambian o continúan quedaba contenida la concepción de pueblo en la que se movió AD durante la revolución. Aunque en la acera contraria a la visión positivista destejida a saltos tenues durante el posgomecismo, y envuelta en los decires de una confianza en «las posibilidades históricas del pueblo venezolano», AD creía que el pueblo todavía necesitaba un guía para ser libre, y ese guía era el partido. Así se pasaba del tutelaje etapista del positivismo a las razones leninistas del partido como vanguardia.

IV. Lecciones y memoria

Si bien la revolución logró completarse dando paso a un régimen constitucional, al mismo tiempo que avanzó en sus objetivos gestó las condiciones para la interrupción del nuevo ciclo. Abrió las puertas del poder y exaltó al sector militar alzado en 1945, el mismo que dio al traste con el efímero gobierno de Rómulo Gallegos en noviembre de 1948. El estilo de AD, señalado como sectario y hegemónico por su oposición de entonces, y la confusión de la democracia naciente con el imperio de un partido mayoritario, redujeron sus posibilidades de defensa más allá de sí mismo. La revolución reajustó y enfrentó las prácticas de hegemonía de partido y pretorianismo, dos componentes de la escena política venezolana que no eran del todo desconocidos, y cuya contención hizo posible el largo ensayo democrático a partir de 1958, para aparecer otra vez ya no como factores contrapuestos sino como partes bien acopladas de un nuevo proyecto.

Desde posiciones diferentes la revolución fue defendida por sus deudos. Del lado de AD, el cénit de esa defensa fue la publicación de Venezuela, política y petróleo de Rómulo Betancourt, en 1956. Del lado militar, los esfuerzos por argumentar que el golpe de 1948 rectificaba la alianza equívoca de 1945 y reafirmaba el carácter revolucionario de lo que continuaba. A falta de otro icono los militares reivindicaron el 18 de octubre, conmemorándolo al menos hasta 1951.

Después de 1958 y hasta que la democracia logró cierta estabilidad, dos décadas más tarde, políticamente la revolución lució como una memoria ingrata. Varios signos lo evidencian. La Constitución de 1947 no recobró su vigencia, aunque estuvo muy presente en el proyecto y las deliberaciones que derivaron en la Carta de 1961. El 23 de enero se instituyó como fecha conmemorativa de la democracia, facilitando un proceso de desplazamiento memorial y de encriptación de sucesos pasados, como el 18 de octubre de 1945 o el 14 de febrero de 1936. La memoria escrita que el gobierno constitucional de Betancourt dejaba para el futuro tomaba para la nueva etapa el adjetivo «revolucionario», desprovisto ahora de la sinonimia absoluta con AD, característica de los años cuarenta.

Pero quizá la tarea de resignificación más importante que se completó en ese tiempo tuvo que ver con el nombre del proceso, pues la nominación «trienio adeco» desplazó finalmente a la de «Revolución de Octubre», ajustándose a los intereses de dolientes y detractores. Para el partido la voz «trienio adeco» realzaba su protagonismo en aquella aventura y ponía su única etiqueta a las realizaciones. Para los detractores esa marca facilitaba el reconocimiento de la paternidad del fracaso. Aun cuando la implicación conceptual y procedimental de AD y el Ejército en la revolución haya sido diferente, en su época mucho se insistió de que aquellos años eran los del trabajo de «pueblo y Ejército unidos», pero después el nombre «trienio adeco» terminó por ensombrecer —¿y salvar?— la implicación militar en la revolución. Entre 1958 y mediados de los setenta la memoria de la revolución sirvió como fijador de casi todo lo que no debía hacerse cuando el deseo era estabilizar un régimen de partidos sin naufragar otra vez en el intento.

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