Por BEATRIZ SOGBE
El pasado 7 de junio se cumplieron cien años de la muerte del pintor franco-venezolano Emilio Boggio (Venezuela, 1852, Francia, 1920). Una fecha propicia para recordar que el último año de su vida pasó una temporada en Caracas. Un momento muy esperado por el maestro, que se había retrasado por dos eventos: la Primera Guerra Mundial (1914-1919) y la pandemia de la gripe española (1918). Ya era un respetado y reconocido artista en Francia.
Era amigo de los pintores impresionistas, simbolistas y de la vanguardia literaria de su tiempo. Muy especialmente próximo a Monet y Pisarro, con quien hacía largas caminatas para practicar español y hablar de arte. Compartían el mismo marchand. Hay unas piezas del maestro, ejecutadas entre 1909 y 1910, que nunca se atrevió a mostrar al público que lo aproximan al expresionismo. Sus amigos lo animaban a exhibirlas, pero él se negaba pensando que serían incomprendidas. Esas pequeñas piezas son verdaderas joyas. Afortunadamente, la Galería de Arte Nacional conserva una de ellas en su patrimonio.
Pero Boggio deseaba volver a la madre patria. En primer lugar, quería liquidar las propiedades familiares. Entonces toda su familia cercana se había trasladado a Francia y les quedaban como herencia dos casas en Caracas, otra en La Guaira y dos fincas. Les urgía vender ese legado para su tranquilidad económica. Alcanzó su propósito en pocas semanas. Luego del pago de los impuestos y los honorarios profesionales al abogado, la herencia fue de un millón de bolívares de la época. No era poca cosa. En segundo lugar, Boggio se ofreció —ante sus hermanos— a venir a Caracas porque deseaba rememorar esos paisajes de su niñez y juventud. Y mirar, con otros ojos, la luz del trópico. El maestro llevaba un diario y su escritura era muy poética. En ese diario escribió —emulando a Victor Hugo—: «Tengo mi corazón compartido entre Francia y Venezuela».
Arriba el 17 de julio de 1919 a La Guaira, con lágrimas en su rostro. Pero la emoción duró poco. Un funcionario de la aduana, al ver el pasaporte francés y el porte de Emilio, lo «premia» con una multa de 20 bolívares por no haberse vacunado contra la fiebre amarilla en Francia. El burócrata se sorprende cuando «el francés» habla español como caraqueño y le reclama que ese requisito no se lo habían señalado en la Embajada de Venezuela en París. Además, se identifica como venezolano. Sorprendido, el funcionario le suspende la multa y le invita a una inauguración de un hospital en El Valle. Boggio en su diario señala el incidente como «la morgue». Una palabra peyorativa que se usa en Francia para ilustrar a un funcionario altanero y arbitrario. Las alcabalas en Venezuela nunca han sido cosa sencilla. Es nuestra peculiar manera de dar la bienvenida a los forasteros.
Llegó a la pensión de Lola Ibarra, ubicada de Salas a Balconcito. Altagracia era una zona de mucho linaje en ese tiempo. Se trataba de una vieja casona donde se alojaban diplomáticos y viajeros. Boggio había rechazado llegar a casa de parientes. No quería molestar. Tenía un pensamiento recurrente. Quería hacer una exposición en Caracas y tener contactos con los artistas locales. La exposición se realizó el 6 de agosto de 1919 en la Escuela de Música, que era filial de la Academia de Bellas Artes de Caracas, con 53 piezas. Algunas las trajo de Francia, pero la mayoría de ellas pertenecían a colecciones privadas. Sus familiares lo llevaron a recorrer toda la ciudad. En un paseo con sus primos a La Guaira coincidió con Reverón. No hay dudas de que el empaste y la policromía del «Período Azul» de Reverón tiene que ver con la influencia que tuvo tanto de Ferdinandov como de Boggio.
En su diario, aparte de mencionar a distinguidos personajes de la sociedad caraqueña, nombra a los pintores José María Vera León, Tito Salas —que conocía desde París—, Marcos Castillo, Luis Alfredo López-Méndez, Federico Brandt, Antonio Edmundo Monsanto, Rafael Monasterios, Antonio Alcántara y al crítico Enrique Planchart. Todos le ayudaron a montar su exposición. En agradecimiento Boggio dictó numerosas charlas educativas, fue a sus talleres, les explicó su técnica, les aconsejó, les habló de las nuevas tendencias del arte y salió a pintar con ellos, con la técnica de «a plein air«. Era un maestro reconocido en Francia, pero conservaba la sencillez y bonhomía que siempre lo acompañó.
Rodolfo Espinosa
Esos meses que pasó Boggio en Caracas dejaron una huella indeleble en la plástica venezolana. Y se reflejó en sus pinturas —con evidente influencia de la pintura del maestro—. Y el mejor ejemplo se reflejó en un personaje del pueblo. Su nombre, Rodolfo Espinosa.
El maestro sabía lo complicado que era orientarse en Caracas, por los nombres de las esquinas. Previo al viaje, escribió a sus parientes pidiéndoles un guía y, a la vez, un apoyo doméstico. Ya venía padeciendo dolencias que meses después desencadenarían su muerte. Sus primos decidieron que nadie sería más apropiado que el viejo Rodolfo —antiguo cartero, de a pie, de los tiempos de Guzmán Blanco—.
De tal manera que, al día siguiente de su llegada a Caracas, Rodolfo estaba muy temprano en la puerta de la pensión. Boggio se fijó en el personaje y, de inmediato, en su diario describe el perfil fisonómico y psicológico del curioso personaje:
Tiene una maravillosa cabeza, por la forma, y el porte de un Dios chino. La barba toda en punta, toda blanca, al igual que los cabellos. El tono de su piel es de un bruno cálido, como el de ciertas máscaras de bronce de los japoneses. Tiene el gesto respetuosamente familiar, muy suave y mesurado en el conjunto, tropical y latino. Está bien vestido. Tiene una sangre latina que se adivina en su actitud, en sus ojos y en la movilidad de las expresiones. Es seguramente un hombre fino, muy reservado, muy capaz de apegarse muy devotamente y debe tener la fiereza de los primitivos latinos. No es persona precavida y sin saberlo es también un poeta. Lo voy a estudiar detenidamente, desde este punto de vista, pues él me puede servir para descubrir profundamente el carácter de la raza y las maneras que están han empleado para adaptarse al país. Lo voy a pintar.
Y lo pintó. Apenas a los diez días de haber llegado. Lo pintó tres veces y realizó apuntes preliminares en su diario. Obviamente lo debe haber comentado con los artistas, pues algo extraordinario ocurrió. El ignorado y humilde cartero fue dignificado, pues todos los artistas del Círculo de Bellas Artes pusieron sus ojos en Rodolfo y también lo pintaron. Así que hay «Rodolfos» de Tito Salas, Brandt, Cabré, Pedro Ángel González, Marcos Castillo, Rafael Monasterios, Alcántara y López-Méndez.
Cada una de estas pinturas tiene la visión personal de cada artista. Mientras Boggio lo vio como «un Dios chino», Brandt lo pinta como un simple cartero, con una flor en el desarreglado flux. Pedro Ángel González lo hizo de manera muy académica y con una pericia impresionante en un joven. Marcos Castillo lo miró con sabiduría. Cada «Rodolfo» habla más de cada artista que del propio personaje. Y todos fueron pintados entre 1919 y 1920.
Boggio no solo le impartió dignidad a un cartero ignorado, sino que este terminaría sus días como modelo viejo del Círculo de Bellas Artes. Y se cumplió el hermoso legado de dejar una huella indeleble en unos jóvenes que no tenían mayores posibilidades de viajar a Europa. Aunque después sí lo harían algunos de ellos. Toda su vida, cada uno de ellos, hablaría de la experiencia con el maestro en esos meses. Dolorosamente Boggio fallecería, apenas a su regreso a Francia, seis meses más tarde.
El patrimonio
Venezuela ha tenido la suerte de que dos de sus grandes pintores hayan tenido familias que han dejado en la patria muchas de sus obras. Lo hizo la viuda de Arturo Michelena y la familia Boggio donó una parte muy importante de sus piezas a la nación con el objeto de que se hiciera el Museo Boggio. Ese museo nunca se concretó y esas piezas están —o estaban— en el Museo Caracas de la Alcaldía de Libertador. Hace unos años supimos de varias piezas desaparecidas —de acuerdo con el testimonio del director de ese tiempo—. Después de eso, el misterio y la opacidad en la información han sido constantes. Fue proverbial la hospitalidad de la familia Boggio al apoyar a los artistas venezolanos en París. Michelena, Rojas y Herrera Toro fueron asiduos a la casa familiar. Es propicio desempolvar esas obras y exhibir ese legado. Y devolverle al maestro Emilio Boggio y a su familia la generosidad que tuvieron con Venezuela.
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