Papel Literario

1999-2024: cómo han cambiado nuestras vidas

por Avatar Papel Literario

Guillermo Barrios

Grietas, Brechas, Rupturas

En 2007, Doris Salcedo (Bogotá, 1958) —una de las artistas definitorias de la escena contemporánea del arte— invitada a exponer en la Tate Modern de Londres, fracturó a lo largo de 160 metros el hasta ese momento impecable piso de su Sala de Turbinas. Admiré entonces su arrojo y la potencia de su mensaje, en abierta confrontación con la idea del museo como inmaculado templo de la belleza y, sobre todo su preclara referencia a la segregación social de todo tipo que marca al mundo actual. Me conmovió de inmediato ver esa obra (Shibboleth, 2007) como una cruda representación de lo que se había gestado en Venezuela a partir de 1999, con el advenimiento del chavismo y la agresiva separación entre chavistas y oposición que enfrentó de manera cruel a los venezolanos, desde el propio seno de las familias, a todos los niveles de la sociedad.

Hoy día, ya avanzadas la “revolución bolivariana” y sus efectos devastadores, y la consecuente etapa de éxodo que bien representara Teresa Margolies (Sinaloa, 1960) en su serie de obras sobre el cruce de migrantes venezolanos en la frontera con Colombia (Estorbo, Sala Nadie Nunca nada No, Madrid, 2019), encontraría insuficiente esa representación de Salcedo. Las brechas de la sociedad venezolana no solo se han ensanchado sino que se han ramificado hacia dentro y fuera del país. Una derivación particularmente notoria de esa grieta, ya fuera del ámbito político y que tal vez no hemos querido reconocer, se ha abierto entre los que se han ido y los que se han quedado en el país. Fue duro en un momento de regreso a Caracas (la ciudad toda se ha convertido en una maraña de divisiones, marcada por las diferencias entre los que apenas sobreviven y quienes se han dado permiso para exhibir sin recato su opulencia) oír a alguien muy cercano devaluar mi opinión sobre una exposición que veíamos juntos, “… pues tú no vives acá”. Pensé entonces que la línea de Salcedo, entonces elocuente para mí, tendría hoy que transformarse en un verdadero delta de brechas y ranuras para ver a nuestra realidad actual representada allí.


Gustavo Valle

Todos estos años cambiaron nuestras vidas, pero sobre todo cambiaron nuestras muertes. O al menos la manera en que transitamos ese momento en que un ser querido, una amiga o un profesor admirado nos abandona a miles de kilómetros de distancia y no hay forma de despedirnos porque estamos en otro país, al que nos fuimos entre otras cosas porque no entendimos el nuestro, o porque en algún momento nos sentimos ajenos y no vislumbramos más opción que la partida. Entonces tomamos otro rumbo, propiciamos otros cambios, y esa soga umbilical de la muerte, que nos succiona con su poder conmovedor hacia el lugar donde nacimos, se rompe, y el ritual que nos permite completar la historia con esa persona que tanto quisimos, se amputa y quedamos como cabo suelto en una especie de limbo, o como un final abierto en el lugar donde debería haber un final cerrado. Algo parecido nos va a ocurrir cuando llegue nuestro turno y nos preguntemos: ¿dónde quiero morir?, ¿dónde diablos descansarán mis huesos o cenizas?, ¿dónde persistirá mi epitafio? Perdonen la tristeza. Los epitafios han pasado de moda, pero no el rito de llevar flores a una tumba. Mis padres, también emigrantes, no alcanzaron a llevar flores a las lejanas tumbas de sus propios padres. Yo nunca llevé flores a las tumbas de mis abuelos. La emigración interrumpe esta liturgia en cadena, la sustituye por la negación o el olvido, y genera otros mecanismos de reconexión, a los que a veces no nos acostumbramos o no queremos acostumbrarnos. Pero no todo ángel es tan terrible. En su diario florentino, Rilke dice que “el artista que viene de un país desconocido y sombrío, de numerosos enigmas, se vuelve siempre más lúcido, más sereno, más seguro en su paso. Las cosas le son más familiares y todo para él es solo retorno, salvación y recuerdo”.


Harrys Salswach

Cada viernes, desde hace años, voy al Museo del Prado. Suelo entrar por la iglesia Los Jerónimos, en otoño es reconfortante. Quien no tenga idea, aunque sea vaga, de la cristiandad, se verá desorientado. Caminando, si esto le incomoda, llegará a esa tierra de la nada que es el Reina Sofía. Entre ambos museos, a pocos metros uno del otro, se abre un abismo. Restaurada por el equipo del Prado, La Anunciación de Fra Angelico llena de gozo a quien se detenga ante ella. Me rindo ante la hechura de los hombres cuando la humildad, el talento y la fe honran el mismísimo inicio de todo lo que somos.

En presencia de La Anunciación sucumbe toda ingeniería social. Tan pronto como queda atrás la aleatoria maldad comunista venezolana, nos encontramos con la legión socialdemócrata, la guardería a fuego lento del comunismo. En esta Europa desnortada, en esta España enferma de igualdad, todavía hay instancias inalcanzables para el Estado. La belleza no enrasa. La belleza que reconoce el alma y el alma que se aviva ante aquella no están sujetas a formularios administrativos. El dogma de la Encarnación es irritante para la estadolatría.

Del paraíso, el verdor (huerto de María) y las manos luminosas de Dios desde el cielo, la caída, la vergüenza y la expulsión, al anuncio, bajo un techo azul noble y estrellado junto al rostro del Señor misericordioso en la logia, la Virgen escucha al ángel Gabriel. Si miramos desde la nueva Eva, la luz del Espíritu Santo atraviesa el jardín y las columnas fuera del tiempo. El florentino plasmó con una belleza abrigadora y ascendente el pasaje del evangelio de Lucas que todavía conmueve. Todo exilio está orientado a la redención. Cada viernes, desde hace años, es la primera pintura que visito antes de la ronda habitual.


Ignacio Avalos Gutiérrez

El país roto (la niña y el gato)

Abordo en estas cortas líneas la manera como vi estos últimos veinticinco años de la historia del país, dejando que la memoria evoque lo que sirva para expresar mi modo de percibir y sentir estos tiempos, bordados por la extremada politización de la sociedad, convertida en un manto que ha cubierto la vida de cualquier ciudadano de a pie.

I.

Así las cosas, este cuarto de siglo es, entonces, recordar la llegada de Hugo Chávez al poder, encarnando una gran esperanza para la mayoría de la población a través de un mensaje que, en el mejor estilo orwelliano, interpretaba a los sectores más vulnerables de la sociedad.

Es evocar la rapidez con la que renovó la dirigencia política y administrativa del país e indicar que al poco rato de estar en su despacho, el cielo lo bendijo elevando los precios del petróleo hasta niveles inusitados. Pudo, entonces, promover algunas políticas sociales, de carácter clientelar, y poco después anunciar que en Venezuela se implantaría el Socialismo del Siglo XXI, sustituto del proyecto comunista. La utilización del ingreso petrolero no fue la más acertada, hubo mucha épica y pocas nueces y al término de su mandato, la situación general del país no solo no había mejorado, sino que, en varios ámbitos, se vino a menos.

II.

Es mirar atrás y acordarse de que antes de su muerte, a comienzos del año 2023, designó como sucesor suyo a Nicolás Maduro, bajo cuya gestión el país se fue deteriorando a ojos vista. Puesto en esas circunstancias, y al son de la retórica de la revolución socialista del siglo XXI, anunció, sin citar por su nombre, lógicamente, el desarrollo del Capitalismo Autoritario, modelo que se ha venido esparciendo por el mundo, cuyo ícono es hoy en día China y que en nuestro país equivale a pocos espacios más bien comerciales, a los que solo puede acceder una microscópica parte de la población.

III.

Es hablar, también, de que el período del chavismo-madurismo, carece de obras de las cuales presumir y que, por el contrario, describe a nuestra sociedad por la fragilidad institucional, la incertidumbre respecto al futuro, la percepción del “sálvese quien pueda”, la violencia en las relaciones interpersonales, la desprotección de las grandes mayorías, el irrespeto establecido, el debilitamiento de los mecanismos que regulan la convivencia colectiva, la erosión de la capacidad adquisitiva, el desempleo y en general, las múltiples formas de fragilización del vínculo social que sufre a diario tanta gente.

Hablar de este cuarto de siglo es recordar, asimismo, que mientras tanto, desde la acera opositora, prevalecía el despiste político, expuesto en su poca capacidad para encarar y descifrar el escenario venezolano, contribuyendo una dañina polarización política, creando un ambiente en el que el diálogo brilló por su ausencia.

En suma, hablar de esta etapa histórica es insistir en la urgencia de reivindicar el lenguaje como herramienta para lograr la convivencia, a través de mecanismos que disuelven los conflictos y permiten los indispensables consensos, pues como se ha vuelto frecuente señalar, “la política es una forma de hacer cosas con palabras”.

IV.

Pasando esta narración al plano personal diría que en esta época tan tormentosa he intentado mantener mi forma de vida, haciéndole los ajustes, para nada menores, que resultaban necesarios. En función de ello, mantuve la “filosofía” de “entrarle a la vida de ladito”, adoptada desde niño, lo que no significa ignorar o evadir, sino driblar, en el sentido del término futbolístico.

En lo que respecta a mi actividad laboral sigo siendo profesor, a tiempo parcial, de la UCV y testigo, por tanto, de su increíble desmejora y, visto el monto de mi sueldo, pienso que he pasado a la categoría de personal ad honorem. Desde hace muchos años trabajo por mi cuenta, matando tigres, como se dice en el argot profesional, pero debido a la escasez de estos animales, ahora dependo de conejitos, ratones y animalitos por el estilo que, desde luego, no generan, ni de lejos, las mismas utilidades.

V

Resumo, pues, sosteniendo que nuestra sociedad se encuentra mal no solo por lo que revelan los diagnósticos, sus análisis y estadísticas, sino también por lo que siente cualquier ciudadano en su propio pellejo. Hace tiempo, permítaseme contar este incidente, iba caminando por una calle del este de Caracas y me tocó observar la feroz pelea entre una niña que no llegaba a los diez años de edad y un gato —ella le lanzaba patadas y el felino buscaba morderla y arañarla— disputando la comida amontonada en un basurero. Lo que asusta y duele es que, desde entonces, he visto demasiadas escenas casi iguales, a las que se suman otros episodios, distintos pero semejantes en cuanto a la dosis de tristeza, dolor, indignación e inclusive la arrechera que generan.

Me resulta imposible no contar que entre los ocho millones de venezolanos que han preferido emigrar a otras partes, figuran hijos, nietos, y sobrinos, así como otros familiares cercanos, innumerables amigos e incluso unos cuantos alumnos en la universidad.

Me atormenta observar que mientras que pasa lo que pasa en Venezuela, el planeta globalizado del siglo XXI sigue asomando los nuevos códigos, muy diferentes a los del siglo anterior, que van pautando la evolución del mundo, mediante transformaciones que aluden a los cimientos sobre los que se va asentando la vida de los terrícolas

VI

En fin, nuestro país lleva demasiado tiempo sumido en una discordia forjada desde la lucha por el poder. Somos un país roto. Llego el momento de invocar el espíritu de la reconciliación. Ojalá lo hagamos, tenemos mucho con qué, dice uno, siempre reacio a tirar la toalla, cuando de esperanzas se trata.