IN-XILIOS, AARON SOSA

Faitha Nahmens Larrazábal

Nos vemos en la esquina de los besos

El golpe falló, el por ahora es lo que duele. Son 25 años, dos gobiernos, no se sabe cuál peor, y 8 millones de adioses, voces de todas las edades que intentan la zeta, o la hache como jota, o el vos. Venezolanos allá, acá, venezolanos hallaca, el hilos se estira como un chicle, somos Elastic Girl de infinitos brazos hasta cada amor, muchos, tantos y mi hijo Simón que en el ínterin, o durante nueve extraordinarios años, desde sus 16, y dos guitarras, y yo sin visa, se volvió pelilargo, grabó una canción, se dejó la barba, se mudó con su chica. No nos hemos visto desde entonces, o sí, el vidrio del celu se rompió hace tiempo, me decía un amigo. Nos rastreamos las ojeras y de oreja a oreja, la capacidad de estiramiento de la sonrisa tenaz. Claro que hay que resistir, terquear, no cejar, y también adaptarse, y seguir con la rebeldía, y claro que hay que comer, y tener esperanza, y denostar, y comprar lo vintage que te hace guiños, aquello que un amigo dejó, y regurgitar los sapos y las culebras. La nostalgia es patria común. Como el aleteo de una mariposa que puede provocar una tempestad del otro lado del mundo, los pañuelos blancos son susurro en la orilla otra, me temo; son un manojo de nomeolvides en las maletas, un cuchicheo de cuídate mi pana colado en el libro rojo de Scannone o en la postal del Ávila, enorme como quien se lleva la ventana. Nadie dice sálvese quien pueda, tiene pudor la memoria. Todo empezó de golpe, era madrugada, eran unos desconocidos, acaso seguimos siéndolo, no quise hacer colas, rebajé siete kilos, he usado jabones de producción casera, me he enamorado, he celebrado la vida, he llorado a los vivos y los muertos, a Neomar, a Pernalete, a mi comadre, a Oswer y a Ildemaro Torres, y no dejo de confiar en la palabra amor. Sé que no se quedará colgada en ningún fusil, y que no saldrán embustes de las bocas de los dictadores sin rastrillarle el pellejo. Confío en la bondad como Borges en que lo improbable es la muerte. Creo en los libros arrumados que adopto y rebasan las escaleras de casa y mi hermana lleva a su causa, su librería lo es. Sé que pasará La mala hora y la democracia vivirá La metamorfosis que conseguirán desde La región más transparente los Traficantes de sueños, y suscribiremos la Historia de la marcha a pie. Y vendrá un nuevo día no con El sol de la ceguera y estarán Todas las familias felices. Me da melancolía a la misma hora, cada tarde a las seis, me da miedo el anuncio en color morado moretón de la noche, luego me envalentono. Soy campeona de sueños en las noches desveladas, y juro que sonrío cuando vuelve a amanecer.


Keila Vall de la Ville

No somos las mismas

No somos las mismas y no podemos ni deseamos volver atrás. Nos acerca una intención y un desplazamiento, cada vez el recorrido de una ruta que se bifurca, se multiplica, se recrea; un cierto optimismo que comporta riesgos tanto como lo hace la nostalgia, ofendida ante el devenir sobre todo si se asoma oscuro, más bien reaccionaria y tradicional, temerosa de lo desconocido. En 1999 me gradué como Antropóloga de la UCV y en vez de especializarme dejé mi trabajo estable en el IVIC en pos de nuevas conversaciones. Me convertí en editora gráfica del suplemento Todo en Domingo de El Nacional, un trabajo periférico, y seductor. Siendo aventurera, estudiosa de imágenes mitológicas amazónicas, empecinada en la fotografía y lectora siempre, me fascinaba escuchar a los periodistas al tanto y partícipes de la noticia del día, trabajar con escritores que extraían de sus chisteras perfiles, historias y tendencias, compartir proyectos con fotógrafos y diseñadores. Disfrutaba el tránsito diario por la avenida Lecuna para llegar a mi trabajo y me sentía orgullosa de trabajar en el diario que llegaba a mi casa y la familia se rotaba por secciones cada vez. Más adelante dirigí el departamento de conceptualización del Museo de Ciencias. Mi primera responsabilidad: dilucidar arquitecturas narrativas y escribir el guion de Futuro, una exhibición colosal, fantástica, optimista y también aterradora, el futuro siempre lo es para el pensamiento retrógrado, que apenas iniciándose el colapso del país jamás llegó a las salas. Cómo imaginar que me haría escritora en buena medida tanto gracias a los relatos míticos arawakos como a los periodistas del suplemento dominical y la entrega al Futuro que no sería. Siete años más tarde publiqué mi primer libro con Monte Ávila Editores y Venezuela era otra, pronto la editorial misma se desvaneció y nacieron nuevas. No somos las mismas, somos más fuertes. Hoy con ocho libros escritos y viviendo en Nueva York veo a una Venezuela brillar dentro y fuera de sus fronteras, entablar conversaciones y desbordarse en pos de un futuro que ya es presente y nos acerca. Hemos cambiado mucho, no somos las mismas y a la vez no hemos cambiado un ápice.


Luis Mancipe León

―¿Vos sos de izquierda o de derecha? ―me preguntó una noche M., la primera persona que me gustó cuando vine a Buenos Aires.

―¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? ―dije riendo nervioso. A ella no le dio risa, entonces agregué, serio― Creo que no soy de derecha ni de izquierda.

―O sea que vos no estarías a favor de una revolución.

Me descolocó tanto su falta de tacto con mi desorientación política (hablábamos de Argentina, yo no tenía ni tres meses viviendo aquí).

―Esa palabra le ha hecho mucho daño a mi país y a mi memoria ―le dije, ya sin nervios.

―Lo que pasa en Venezuela igual no es de izquierda ―se atrevió…, lo recuerdo y me río.

―Mira, ¿sabes cómo es la vaina? Que tú ves El acorazado Potemkin y ves aquel gentío desaforado bajando las escaleras, huyendo de los soldados y los cosacos del zar, ¡y aparece de pronto el mocho, lanzándose sin piernas por las escaleras, junto a los ciudadanos de Odessa, fusilados brutalmente por solidarizarse con la tripulación del Potemkin, sublevada porque pretendían alimentarlos con comida podrida… y a ti también te dan ganas de hacer la revolución! Pero la película es solo un atisbo. Luego llegó la verdadera, y mató también a los trabajadores con balas y hambre. Por eso yo no puedo ser un revolucionario, acaso un revolucionado… ¡Y sin querer!

La conversación ocurrió en abril, quizá mayo del 2018. Apenas un año atrás, en el 2017, en Venezuela toda se vivieron (se murieron) las protestas de mayor intensidad que han ocurrido contra la Revolución bolivariana, y ahí estuve, a punto de lanzarme al Guaire con mi madre ante la represión asfixiante.

¿Lo que pasa en Venezuela se percibe como una revolución, como pasó en Cuba, en China, en Rusia?… Aunque es innegable que de allí viene, hay algo que la vuelve siniestra (en tanto unheimlich) respecto de las otras. Claro que guarda cierta familiaridad con aquellas, pero tiene unos rasgos que, al menos para mí (quizá por padecerla), la diferencian: su grotesca jodedera, su bochornosa payasada derretida. En Cuba es impensable, creo, un tipo como Lacava…, ni hablar de China y Rusia. Pero lo más peculiar me parece el malandraje: ese poder cedido a un cuerpo de cuerpos que no es el gobierno, que imponen su propia ley en el territorio sin obedecer a la cabecilla dictatorial, aunque negocian con ella (entre narcos se entienden), y los malandros hasta hacen las veces de agentes del mal y la muerte a cambio de una impunidad endemoniada. También cada tanto se cosen a plomo entre sí.

Sí, la vida ha cambiado en Venezuela, en los lugares que reciben a los venezolanos. El mundo todo es casi nuevo cada cinco años, con sus teléfonos, lentes, autos, cohetes, armas.

Sin embargo, acusar la criminalidad de los regímenes de izquierda, leer la literatura de los países que los padecen, no me convierte en un facho conservador, del mismo modo que advertir y señalar los delirios de tipos como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Javier Milei, no me convierten en un comunista “chavista”, como llegó a decirme un tío alguna vez —siendo él uno de quienes votó por Chávez cuando yo apenas tenía cinco años.

Guardo una esperanza (la única que me permito en relación con estas cosas), no tanto de que la dictadura se acabe, sino de que, si acaba, que todas las vueltas que nos ha dado nos brinden la sabiduría para lidiar con el desastre y sostener esa frágil labor que significa vivir en democracia.


Olgalinda Pimentel

De la familia a las pulseritas con baño de oro

Todos los días hay cambios en la vida, gracias a Dios,  porque de no haberlos vivir sería un fastidiosísimo ejercicio, aunque provechoso a la larga. Como  fue en la primaria hacer planas de una misma palabra en todas las páginas del cuaderno Caribe, para no olvidar, por ejemplo, que el vocablo decencia se escribe con c.

Pero en los últimos 25 años, los cambios han sido brutales, desgarradores, casi nos borran la vida con memoria y todo, como lo hicieron en Google. Los míos son los mismos del país, a punta de agresiones y frases, pero dos fueron los más importantes.

El primero fue un sacudón que luego significó el vuelco más dramático.  Mi familia de dos hermanos y 50 primos se partió en dos,  sin posibilidad de unir los pedazos de nuevo, como ocurrió también con amigos y con todos los venezolanos.  A este quiebre familiar se unió la demolición a dentelladas, transmitida por los medios,  de la formación intelectual, del trabajo honesto y el progreso, las bases de lo que éramos. El país nunca más fue igual.

Llegó Cadivi y como no lo quise, no pude viajar a placer y me fui anclando más a esta tierra querida, con menos de la mitad de las posibilidades que tenía de disfrute, de ropa y de libros nuevos que pude tener. En el progresivo emprobrecimiento en que muchos quedamos atrapados, paradójicamente, tuve que  botar a la basura muchísimos billetes y monedas, emitidos en diferentes fechas y ganados todos con trabajo, devaluados e inservibles por la inflación, que no servían ni siquiera para jugar a los dados o hacer pulseritas con baño de oro, como se hicieron con la puya o el medio, en el pasado. Al oro ahora no hay acceso.

Así comenzó el descalabro nunca visto antes de estos 25 años.


Rafael Sánchez

Los Ojos de Chávez

Casi como por encanto los ojos del Comandante Eterno de repente estaban en todos lados, observando a transeúntes, automovilistas o motorizados desde los sitios elevados—pancartas, escalinatas o muros de edificios— donde habían sido instalados poco después de la muerte del mandatario. La intención del régimen al diseminar los ojos de Chávez por todo el territorio nacional no requiere de mucho comentario. Lo mismo que los videos de dibujos animados que, con pasmosa puerilidad, mostraban por ejemplo a un Chávez avanzando por un prado verde esmeralda hasta reunirse en un más allá de comiquita con los santones de un cierto panteón revolucionario, desde Jesucristo hasta el Che, el mensaje que en su insistencia el par de ojos infinitamente clonados del difunto buscaría difundir no podría ser más inequívoco. A saber, la continuada ascendencia del mandatario muerto sobre los quehaceres de los vivos, el hecho, en otras palabras, de que Chávez presumiblemente continuaría presidiendo literalmente desde la tumba sobre los destinos de Venezuela. Como a menudo sucede cuando técnicos poco diestros manipulan lo sagrado demasiado chapuceramente, más temprano que tarde las costuras fatalmente acaban por mostrarse. En lugar de la mencionada ascendencia, lo que en su desencarnado mutismo los ojos de Chávez acaban por sugerir es la completa irrelevancia del mandatario muerto para los asuntos de este mundo. De manera que oblicuamente evoca la novela corta de Henri James “la figura en el tapiz”, se me ocurre que lo que en todo su insistente patetismo los ojos de Chávez acaban por revelar es que después de doscientos años de ascendencia casi ininterrumpida la figura teológico-política en el tapiz de la nación venezolana —más recientemente, la dupla Chávez/Bolívar— está finalmente desdibujándose. Lejos ya de ser el polo magnético en torno al cual la nación se recoge piadosamente, lo que en su retirada esta figura monumentalizada deja al descubierto no es, entonces, ninguna nación unificada por el culto piadoso a sus héroes sino, menos grandilocuentemente, un paisaje fragmentario hecho de ruido, laceraciones y discontinuidades.


*El texto de Rafael Sánchez fue publicado previamente como parte de la Enciclopedia Venezolana de la Destrucción, en la edición del Papel Literario del 30 de mayo de 2021.


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