Papel Literario

1999-2024: cómo cambiaron nuestras vidas

por Avatar Papel Literario

Elizabeth Rojas Pernía

Que esta oscuridad sea un campanario,

 y tú la campana.

 Y cuando suenas, el repiqueteo se vuelve tu fuerza

R. M. Rilke

Voy, abriéndome paso entre la aspereza, al lugar donde está guardado mi rostro futuro.

Rafael Cadenas

La vida en estos últimos veinticinco años habría cambiado, inevitablemente. Siempre es así. Cambiamos individualmente, cambian los países. Mucho o poco. Lo que ha ocurrido en Venezuela, sin embargo, casi no cabe dentro de la acepción de la palabra cambio. Después de un cuarto de siglo de desmantelamiento sistemático de la vida democrática es otro país el que tenemos. Somos diferentes los venezolanos. Además de muchas otras cosas, perdimos la ingenuidad. Y la euforia.

Entre los demasiados aspectos que ahora son otros está el lenguaje, que todo lo arropa. Urdieron nuevos significados para algunas palabras, y con ellas fuimos golpeados en pleno rostro. Escuálido y apátrida, por ejemplo —convertidas por el demiurgo en sinónimos para insultar— fueron apiñadas junto a muchas otras, como pueblo o soberanía, y forzadas a significar lo que el odio quisiera, en un nuevo diccionario que empezó a fabricarse a gritos desde las alturas de una tarima. Entonces, sobrevinieron otras como diáspora e insilio.

Pero, asimismo, vimos la emergencia de otras palabras. La resiliencia es una de ellas. A propios y a extraños no ha dejado de conmover la enorme capacidad mostrada por tantos y tantos habitantes de este territorio para atravesar calamidades antes inimaginables —como verse despojados de casi todo, la democracia incluida— y resistir, rehacerse y quedar transformados en ese tránsito alquímico.

Y descubrimos también que para la mayoría de los venezolanos las palabras alegría y calidez expresan algo que, al parecer, nos resulta indeclinable y que está en el centro de lo que nos sostiene. No han podido ser desterradas —en ocasiones tapiadas por la infamia, sí—, y de muchas formas son refugio, cantera o salvación para nuestras almas insumisas, cada vez que el despotismo levanta la voz.

Aprendimos a ser campanas en la oscuridad que nos cubrió. Y seguimos repiqueteando. No pararemos de hacerlo: estamos yendo al encuentro de nuestro rostro futuro.


Enza García Arreaza

Morningstar

A veces estoy en la cocina y quiero romper los vasos, que se abra el cielo y me pidan perdón. Quiero que todo termine de quemarse. Entonces me río y procedo a freír una arepa. Quiero que mamá lea esto y se ría también. Te extraño y aquí no hay guaripetes. Qué audacia la tuya cuando ordenas que le tenga paciencia a James, siendo que tú no le tienes paciencia a papá. Así vamos, un valle de sombras nos separa. Quisiera aparecer en la casa a regañarte y darte un abrazo. No entenderte me ha hecho estrafalaria y valiente. Me gustaría borrar de tu memoria las colas que hiciste para comprar pollo. A veces alucino que el sueño americano huele a Belmont y a tequeño de cantina. También te caería mal mi suegro, ese gafo que no encuentra de qué palo ahorcarse. La gente que no ha sufrido como nosotras es tan boba y sortaria. Qué se hizo el futuro, me pregunto casi siempre que voy a comprar detergente. Sueño que en la próxima vida se inviertan los roles y seas mi hija. Espero ser millonaria, comprarte muchos juguetes y mandarte a la universidad. Ojalá nos toque Suiza. Ahora te dejo, es tarde, las estrellas tiemblan indiferentes a mis peticiones y James a veces entiende por qué quiero romper los vasos. Quién te viera caminando por las calles de Cedar Rapids, mamá. En el futuro estás en todas partes y el diablo no puede más que tú. Mañana te mandaré unos dólares para los cigarros.


Fedosy Santaella

Gramática aumentada (del que ha partido)

Y por fin comprendes qué cosa es el aumentativo. Cuáles son los sufijos que le pertenecen, y también los prefijos. Porque es así, el verdadero aumentativo tiene prefijos; te anteceden, llevan historia, larga historia, nacieron contigo. Y ahora comprendes que cada cosa pequeña es más todo, que cada objeto que guardas (las llaves de la casa que dejaste, el billete que ya no sirve, el carnet de la universidad que nunca más usaste…) es un secreto de ti con valor crecido, y pesa, pesa mucho.

El lugar de dónde vienes es más tuyo, pero también tu desarraigo es más grande, así como triste y a la vez hermoso es el recuerdo de esa casa que ya no ocupas, tu soledad, el amor de tus hijos; la escritura, todavía más profunda; tu pequeñez, luciérnaga mínima y al mismo tiempo, sol digno; la añoranza, dulce y amarga, y la querencia del mar y del clima, más clima en ti y mar de adentro.

Si alguna vez estuviste dormido o te creíste medianamente despierto, el rayo del aumentativo (que alguna vez fue tan sólo relámpago), te golpea la cabeza y te despierta. ¿Pero en dónde te despierta? Puedes despertar en las iluminaciones, o en los infiernos, o incluso en la abulia aumentada (que te adormece de nuevo, lamentablemente). O puedes despertar también en medio de esos tres condados y no tener otro remedio que no ser más que un punto aumentado en ninguna parte. Pero el aumentativo no es bueno ni es malo, aunque es claro que puede darte felicidad o hundirte en la tragedia. ¿De qué depende? No sé, no a todos nos toca la suerte de la misma manera.


Francisco Suniaga

Escribir sin miedo

El cataclismo causado por los bárbaros del siglo XXI rompió en pedazos la Venezuela que conocimos y tanto disfrutamos. Nada ha escapado a las asoladoras consecuencias de la estupidez ideológica —si es que el resentimiento merece ese nombre— que los ha animado a arruinar la existencia de millones de venezolanos. Un cuarto de siglo después, frente a nosotros, menguados por carencias materiales, o simplemente por nuestras edades, solo tenemos la incertidumbre de un camino desconocido.

No estamos desnudos para recorrerlo, habría que acotar. Contamos con la resistente condición humana de la nación que somos. Cada día leemos alguna nota en medios o redes donde se destacan los éxitos de venezolanos, jóvenes profesionales la mayoría de ellos, en los campos más elevados y competidos del mundo. Y la alegría  nos llena y fortalece el alma. Ojalá hubiera manera de conocer también a los cientos de miles de héroes anónimos que han cruzado el Darién, el río Grande o el Atacama para culminar sus epopeyas con un modesto trabajo y salvar del hambre a sus familias. Entre esos dos extremos yace una nación a la espera del final de la tormenta.

También contamos con nuestros sueños; ese lenguaje con el que Dios nos susurra esperanzas. Si nos abrazamos a ellos, cualesquiera sean las circunstancias, se concretan y cambian nuestra existencia. En 2005, con la publicación de mi primera novela, comenzó a realizarse el mío y mi vida dio un giro. Aferrado a ese sueño, hace dos años llegué a Berlín y, después, quizás sobre las mismas huellas de trashumantes de otras eras, alcancé la costa de España. Aquí vivo, oteando el horizonte con la esperanza de que pronto he de regresar y, frente al mar de Margarita, donde está mi casa, como otrora, volveré a escribir sin miedo.


Gabriel Payares

Caracas, 1998-2023

En 1998 las cosas cambiaron drásticamente. El mundo seguro y reducido que conocí durante mi infancia cedió lugar a otro más amplio y complejo, más riesgoso y feliz. Ese año entré a la boyante y caótica Universidad Central de Venezuela, la misma en donde mis padres trabajaron toda la vida. Tenía dieciséis años, jamás me habían besado y recién había aprendido a fumar; aun así, debía decidir a qué dedicar el resto de mis días. Mi hermano mayor era computista y a mí me gustaban los videojuegos, así que supuse que yo también lo sería. Naturalmente, me equivoqué.

Sin embargo, fue un error relativamente feliz. En ese nuevo lugar descubrí que no estaba tan solo: que había otros que pensaban como yo, que se sentían como yo, que había formas distintas de ser diferente. Allí tuve mis primeros amores, mis primeras aventuras y mis primeros miedos reales. Ese fue mi refugio mientras el mundo a mi alrededor mudaba de piel: mientras cambiaban de nombre al país, mis padres se separaban y la casa en que vivimos quedaba vacía, dormida, a merced de los fantasmas.

Veinticinco años después, ocurrió algo parecido. Con cuarenta años cumplidos fui de visita a la Facultad de Ciencias, donde estuve un año intentando una carrera, y a la Escuela de Letras donde finalmente lo conseguí. Y en esa oportunidad estuvieron allí los fantasmas: los pasillos desiertos, melancólicos, las aulas iguales pero distintas, ajenas al bullicioso hogar que alguna vez me ofrecieron. En el Instituto de Zoología, los mismos esqueletos de mi infancia: danta, jaguar, pingüino. Los sentí tan míos que me dolió dejarlos allí.

Cuando mayo agonizaba, regresé a Buenos Aires. Había viajado de un país extranjero a otro distinto y tenía la impresión de haber dejado algo importante en el camino. Como escribe Sándor Márai, la casa de la infancia forma parte siempre de la escena del crimen.


Gehard Cartay Ramírez

25 años después, aquella Venezuela que vivimos hasta 1998 no existe. Nuestras experiencias de entonces son apenas recuerdos de un país que apuntaba hacia logros y desafíos mayores, a pesar de los problemas que confrontaba, pequeños al lado de las conquistas logradas desde 1959, y minúsculos si se los compara con los que hoy sufrimos por obra del régimen instalado en el poder desde hace ya un cuarto de siglo.

Mi generación —surgida en 1968, cuando se produce la primera trasmisión democrática del poder por parte del partido entonces en el gobierno a otro partido que lo ganó electoralmente siendo oposición, algo inédito en nuestra vida republicana— conoció entonces los alcances auspiciosos del sistema democrático.

Crecimos en todo este tiempo creyendo, tal vez ingenuamente, que sus posibilidades podían ser multiplicadas y hasta perfectibles, todo lo cual señalaba un camino de ascenso indetenible dentro de la larga lucha de los venezolanos por la superación de sus carencias de todo tipo. Tres décadas después de nuestra insurgencia en la vida política y en la lucha social, pudimos comprobar que estábamos equivocados en tal apreciación porque no supimos advertir —tampoco las generaciones anteriores, ni las posteriores— el peligro que representaban los enemigos de la democracia, hoy en el poder.

Ahora hemos retrocedido al menos 100 años y los daños del chavomadurismo en cualquier área, incluyendo las que afectan nuestra educación y cultura —es decir, a nuestros jóvenes—, parecen irreversibles en el corto plazo, por lo que tocará a una o dos generaciones rescatar los logros de la República Civil entre 1959 y 1998 y, por supuesto, superarlos en todo sentido. Porque no es poca cosa lo que ha hecho el actual régimen al destruir y saquear un país inmensamente rico, pletórico de posibilidades extraordinarias, y convertirlo en este otro, africanizado, lleno de gente empobrecida por ellos, y conducido por una cáfila de ladrones e incapaces.

25 años después ni resignación ni olvido.


Gerardo Vivas Pineda

Recortar melenas y resabios

Jesuitas de sotana y breviario colgaron una medalla en mi cuello y titularon mi bachillerato con un pergamino de colores. Mis padres, contentos y orgullosos, me regalaron un reloj Rolex Oyster Perpetual Date de acero que abrocharon en mi atónita muñeca. Era el año noticioso de 1971, cuando Venezuela cuadruplicaba campeones mundiales de boxeo y recién insinuaba la multiplicación de reinas de belleza irresistibles. El mundo adulto de la calle permitía usar el archifamoso cronómetro sin temor a los asaltos, al punto que relojes de oro de la misma marca transitaban por doquier. El mío había costado poco más de mil bolívares; los dorados sobrepasaban 30.000 dólares, con el dólar de ensoñación a 4,30 bolívares. Despreocupados, los caraqueños no hablábamos de inseguridad personal. En promedio sólo había un secuestro individual por década. ¡Cómo cuesta creerlo!

Muy a nuestro pesar el plagio colectivo de la nación lo efectuaría, 30 años después, un estalinista cubano que —ironías de la vida— usaba tres modelos diferentes y muy capitalistas de Rolex y los regalaba a sus favoritos como salchichas en serie. Los enviaba a crear Viet Nams en toda Latinoamérica, como había propuesto un guerrillero extraviado que sucumbió a sus torpezas montañeras en un pueblito perdido del Alto Perú. La monumental falacia, escondida en la engañifa llamaba revolución, aterrizó en este país ilusionado por libertades históricas. Mi reloj de acero prefirió esconderse en lugar secreto, no fuera que me cortasen el brazo para arrebatármelo en la calle, o que remodelaciones oportunistas del experimento totalitario quisieran fusilar mi atrevimiento. Era costumbre del barbudo enamorado de los Rolex con quienes los habían recibido de regalo y se atrevían a malgastar sus órdenes. Pero la vida sigue dando trompos. Igual que los rockeros melenudos que al llegar a viejos se cortan la pelambre, no son pocos los ilusos pintados de rojo que echan la hoz y el martillo a la basura, al probar en propia carne el resabio del terror.