OPINIÓN

Zona en reclamación

por Sergio Monsalve Sergio Monsalve

The Last Tepui decepcionará a más de un espectador que busque en ella un reforzamiento demagógico y oportunista de nuestro gentilicio, al estilo populista de cualquier influencer vampírico que hace cima, para ganar seguidores en el mercado del nacionalismo cringe, en el orgullo herido del “sentimiento veneco”, en el contexto del país que se arregló.

Nada menos próximo a los intereses científicos y divulgativos del documental de National Geographic, que por algún motivo geopolítico prefirió ubicarse en el espacio del escudo guayanés de la zona británica antes que centrarse en los turbulentos alrededores del Roraima criollo, donde todavía acechan los fantasmas de la fiesta babosa de la vergüenza, y los peligros reales de los explotadores del Amazonas, que es un tremendo negocio del arco minero.

A su modo, The Last Tepui confirma que los problemas de Venezuela están lejos de resolverse, que los grandes emporios mediáticos nos siguen considerando un estado paria o fallido, con el que mejor evitarse relaciones directas, no vaya a ser que se corran consecuencias peores.

Así que “Guyana” es la palabra incomoda, el elefante de la sala, que la audiencia más ombliguista y endógena sufrirá como ruido o molestia, durante el visionado largometraje, recordando que sí hemos perdido la batalla y el pleito arbitral por el Esequibo, que ya no es nuestro, aunque quince hilos de Twitter y la Academia de la Historia insistan infructuosamente en demostrar lo contrario, mientras el poder y la política real optan por fingir demencia y dar saludos a la bandera, cada cierto tiempo.

Porque la verdad cruda es que a un lado y otro de la frontera, el escudo guayanés es tan frágil como el sistema ecológico del entorno, al permitir que las mafias y los intereses corporativos se adueñen del sector.

De modo que un filme como The Last Tepui viene a cumplir una función didáctica y de denuncia, a la usanza buenista de Disney, cuyas contradicciones son abiertamente palmarias, de principio a fin.

Por un lado, nadie duda de las loables intenciones del equipo de producción, incluyendo al escalador que gana el Oscar de la academia por el soberbio documental de Free Solo, Alex Honnold. Verlo ascender a mano limpia por un Tepui supone otra de las hazañas increíbles de un auténtico súper héroe, a la altura de un Spider Man sin traje.

Lo acompaña el explorador venezolano Federico Pisani, quien nos deja perfectamente representados y orgullosos, como un hombre consciente, empático y sensible al objetivo de la expedición, que es registrar, documentar, investigar y aportar evidencias que respalden el trabajo del maestro Bruce Means, el biólogo que es experto en la materia de buscar especies animales desconocidas, para clasificarlas y evitar su extinción.

Uno de los conflictos medulares del arco dramático se visualiza en los dilemas del viaje de Means, que por su edad tendrá que mantenerse en el campamento base, debido a la inseguridad que significa llevarlo hasta lo alto del tepui.

Resignado pero feliz, comprenderá que el tiempo del cuerpo pasa factura, en un ciclo de la vida que elabora el relato de la aceptación de la existencia finita en la tierra.

Su experiencia nos remarca que los hombres pasan y los tepuyes quedan, incluso que hay conexiones con ellos más metafísicas, subjetivas y poéticas. De lo mejor de The Last Tepui.

Aparte, es inspirador contemplar que Federico Pisani sea los ojos de Means en la compleja escalada que afrontan como un reto personal que suma a la colectividad en conversación, archivo y data científica.

Cero del chaborreo farandulero de los que suben tepuyes para hacerse selfies, fotos egocéntricas, de los que vampirizan y contaminan el ambiente con su pose de conquistadores de la banalidad.

Por el otro costado, surgen siempre las inquietudes lógicas de cualquier misión de semejante naturaleza y proyección, en el sentido de constatar una depredación mínima, un daño controlado a través de la erosión y el tránsito de los exploradores, a nombre del estudio del medio ambiente.

Son las paradojas de la ecología.

Pero mi máxima objeción no radica ahí, sino en el clásico tono almibarado del ratón Mickey, su abierta superficialidad, su incapacidad de meterse en el barro, su predisposición a ir de puntillas con los temas, para propagar una lectura condescendiente de la botánica, la soberanía y la diversidad.

No en balde, como diría Werner Herzog en Burden of Dreams, falta la pesadilla y la distopía que entrañan al mundo de la naturaleza, que es todo menos idílico, hippie y fresa como lo pinta Disney.

Sería como un Corazón de las Tinieblas, como un  Apocalypto, que decidimos contar como paraíso en la tierra, como Shangri la, para lidiar con nuestro vacío, para aferrarnos a un paradigma de redención y esperanza, que los hechos van nublando y disipando.

¿Estaremos a tiempo de que no se cumpla el presagio de haber visto el último tepui?

Extrañamos información de contexto. De ahí las confusiones propias de una mirada etnocéntrica, paternalista, mesiánica y neocolonial.