OPINIÓN

Zarpe hacia la muerte 

por Julio César Arreaza Julio César Arreaza

Corría el año 1990 y el presidente Carlos Andrés Pérez (segundo mandato) me convocó a su despacho. Yo era el director de Relaciones Presidenciales y me encomendó que acompañara al primer ministro de Trinidad y Tobago a un viaje privado al estado Mérida. Me explicó que él había sido objeto de un intento violento de golpe de Estado y estaba convaleciente de un disparo recibido en la pierna derecha. Fueron momentos difíciles los que vivió A. N. R. Robinson junto con su gabinete, capturados y secuestrados en la sede del Parlamento trinitario. Mientras algunos miembros de su equipo de gobierno le sugirieron ordenar el retiro del ejército, él, en un gesto de valentía, dio una orden tajante a los militares: “Ataquen con todas sus fuerzas, son asesinos y torturadores”. Sin duda, el presidente Pérez, gran demócrata, llevaba una relación fluida con sus pares de los países cercanos, sobre todo los limítrofes, y convenció a A. N. R. que se viniera a recuperar aquí del tormento vivido, vejaciones incluidas, en un tranquilo y bello lugar como lo es Mérida, el ambiente ideal para pasar unos días tranquilos, sin el asedio de la prensa y los compromisos oficiales y protocolares.

A. N. R. Robinson

La misión que se me encomendó resultó ser una experiencia humana singular. Nos hospedamos en el bello Hotel Valle Grande. El primer ministro Robinson era un estadista y abogado graduado en Oxford. Sostuve con él una relación cordial, dejándole, por supuesto, todo el espacio libre para el solaz con su esposa e hija. Recuerdo la cena y velada privada en la casa del gobernador Jesús Rondón Nucete, donde degustamos una deliciosa trucha merideña. Visitamos la laguna de Mucubají y la capilla de piedras de Mucuchíes. Al final lo acompañé en el avión que lo llevó de regreso a Trinidad. A los años llegó a ser presidente de su país y una de las piezas claves para la creación de la Corte Penal Internacional. Resultó ser un gobernante valiente, justo y un estadista sereno.

Como un dato adicional que explica la buena relación que mantuve con él y su familia, es el hecho de que yo estudié un año de bachillerato, interno, en un colegio de esa isla, regentado por los Benedictinos. Para ese entonces Raúl Leoni era el presidente de Venezuela y su hijo Raúl Andrés estudiaba allí. Y como era un gobierno en el que había lugar para una relación familiar y de valores con sus ministros y colaboradores cercanos, por Menca, su esposa, mis padres se enteraron de la buena educación de ese colegio y en consecuencia fui a estudiar allá.

Recuerdo la consideración reinante hacia los venezolanos —doña Menca de Leoni y el embajador Rafael Echeverría coadyuvaron a las excelentes relaciones— y Trinidad y Tobago siempre fue beneficiaria de muchos programas culturales y educativos patrocinados por nuestro país.

Antes de esto, tenía una noción de la isla como un lugar de acogida para venezolanos exiliados. Cito el caso de mi tío Alberto Ravell Cariño, preso de Gómez y luego desterrado por Marcos Pérez Jiménez.

La narración anterior marca un contraste con la criminal conducta del actual primer ministro de la isla. Nuestro país ha sido proverbialmente un lugar de acogida para todos los trinitarios. Acá venían de vacaciones y a hacer las compras de muchos productos que, por la vecindad, les resultaban convenientes.

Sin embargo, del último naufragio cerca de las costas de Güiria, 28 fallecidos a la fecha, se desprende una conducta negligente y criminal por parte de las autoridades trinitarias. Los venezolanos que solo buscan libertad y trabajo son devueltos en botes artesanales repletos por encima de su capacidad, sin provisiones ni suficiente gasolina. El narcorrégimen que nos asola también es responsable por haber destruido un país otrora próspero y haber lanzado al exilio a coterráneos que padecen condiciones terribles e inhumanas de vida.  Aquí hay un caso para la Corte Penal Internacional. Debe impartirse justicia y tanto las autoridades venezolanas como las de Trinidad y Tobago tienen responsabilidad en lo sucedido.

Recordando al estadista A. N. R. Robinson, me puedo imaginar la indignación que le hubiera producido estos hechos bochornosos y deplorables. Sea la Corte Penal Internacional, de la que fue uno de sus constructores, la instancia que haga justicia junto a la inevadible Justicia Divina.

¡No más prisioneros políticos, torturados, asesinados, ni exiliados!