“Instrúyanse, porque tendremos necesidad de toda nuestra inteligencia. Agítense, porque tendremos necesidad de todo nuestro entusiasmo. Organícense, porque tendremos necesidad de toda nuestra fuerza”. (Parafraseando a Antonio Gramsci).
Cuando uno se para a analizar esta frase, más bien esta sentencia, de Antonio Gramsci, a estas alturas del siglo XXI, a poco analista u observador que se sea, hay algo en ella que trasciende al enunciado. Gramsci, filósofo, político, sociólogo y periodista italiano, falleció en Roma el 27 de abril de 1937. Desde este punto de vista, indudablemente, y sin entrar a valorar el sentido u objetivo de tal arenga, Gramsci se refiere en ella a tres términos esenciales. Inteligencia, entusiasmo y fuerza.
Sin duda, desde la perspectiva de primeros del siglo XX. Podríamos decir que aquí, el autor se está refiriendo a tres cualidades humanas, y sin duda acertaríamos. Cosa muy distinta es si el análisis se efectúa desde el momento actual. Evidentemente, entusiasmo y fuerza son cualidades humanas sin lugar a dudas. O al menos naturales, ya que si bien no podemos exigir entusiasmo a los animales, sin duda la fuerza es una de sus cualidades. No obstante, en este enunciado, Antonio Gramsci sin duda hacía alusión a otro tipo de fuerza, la fuerza moral.
El entusiasmo, sin duda alguna, es una cualidad humana, derivada de la determinación a la hora de alcanzar tus objetivos. Hubo, por lo tanto, un tiempo, en el que estas tres virtudes correspondían a la humana naturaleza, y eso no se cuestionaba.
En este siglo del cuestionamiento por objetivo, en este tiempo de desaparición de las seguridades, de destrucción de los preceptos, la inteligencia ha pasado a ser atribuible a las máquinas. Esto, como tantas otras cosas en el siglo del slogan, quizá sea consecuencia, simplemente, de la sintaxis, del significado que se le atribuye a esta palabra, por contra del que se le atribuía. Ahora que las comuniones son laicas, los matrimonios testimoniales y las familias ambiguas, no es de extrañar que la inteligencia pueda ser atribuible a las máquinas, cuando realmente la máquina se limita a ejecutar, con mayor o menor diligencia, los algoritmos que le proporcionan los seres humanos que, en este caso, si que son inteligentes.
Estamos dando condición de virtud a algo que no lo es. Es cierto que las nuevas tecnologías han supuesto avances exponenciales en determinadas materias, pero como humanista, como autor, me niego a dar por bueno el término inteligencia.
Es cierto que hoy, una máquina, porque no deja de ser una máquina, la evolución desmedida, eso sí, de una calculadora, puede escribir textos coherentes a partir de premisas mínimas. Es verdad que, mediante los algoritmos introducidos en su procesador, y siguiendo sin duda ejemplos humanos, puede realizar obras de arte, similares en aspecto a las obras humanas, pero conviene no olvidar que si es capaz de todo esto, es porque un ser humano le ha dictado como hacerlo. Sin la intervención humana, esta inteligencia no deja de ser un amasijo de plástico y metal, básicamente, que merced a seres humanos muy inteligentes, ellos si, hace cosas asombrosas.
Del mismo modo que, desde el punto de vista estrictamente científico hemos abrazado la teoría evolutiva de Darwin, nunca hay que perder de vista que las máquinas son incapaces de evolucionar solas, aunque haya quien defienda que ahora pueden aprender, otro término mal utilizado, pues siempre dependerán del hardware y el software que ha de proporcionarles la intervención humana para poder avanzar. Por tanto, la evolución de la mal llamada inteligencia artificial vendrá siempre condicionada por la evolución de la inteligencia humana.
Desde el punto de vista de humanista, de escritor, me niego a atribuir la condición de obra de arte, en cualquier materia, a todo aquello que provenga de una inteligencia artificial, pues cualquier nivel de la creación artística, cualquier disciplina, está condicionada al sentimiento humano; está reflejando aquello que el autor siente. En la obra de un autor siempre subyace su alma. Por tanto, y me permitirán que salve el último bastión que es atribuible cien por cien al ser humano, toda creación artificial queda exenta de la denominación de arte.
Corremos el riesgo de, perdiéndonos en la terminología vacua, acabar atribuyendo a las máquinas cualidades humanas que en absoluto les corresponden. Por tanto, evolución, eficacia, eficiencia, pero inteligencia no.
Dejemos de desvirtuar el lenguaje y las ideas, dejemos de atribuir condiciones que no corresponden. Dejemos de venerar el becerro de oro. Artificial, sí; pero inteligencia, no.
Así pues, para terminar, y recurriendo a un humano que hizo de la inteligencia virtud y arte, Jorge Luis Borges, “la duda es uno de los nombres de la inteligencia”.
Y no hay nada más humano que la duda.
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Este artículo está incluido en el número de octubre de Diplomatic World Magazine.
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