En los años de mi infancia las celebraciones de diciembre en Masatepe se agotaban con la Nochebuena, y aunque el pequeño árbol de Navidad de material sintético sobrevivía hasta pasado el fin de año en una esquina de la sala, los 31 de diciembre nos íbamos a la cama antes de la medianoche, y me despertaba al estallido de los cohetes que sonaban lejanos, viniendo de los barrios indígenas de Jalata, Nimboja y Veracruz, mientras el resto del pueblo permanecía en silencio, y a oscuras.
O es que, quizás, de alguna casa donde celebraban -pereque se llamaba entonces a las fiestas ruidosas- venía la música de un tocadiscos que una y otra vez tocaba la cumbia “El año viejo”, cantada por el vocalista tapatío Tony Camargo, “Ay, yo no olvido al año viejo/ Porque me ha dejao’ cosas muy buenas/ Mira/ Me dejó una chiva, una burra negra/ Una yegua blanca y una buena suegra…”, del colombiano Crescencio Salcedo, el campesino analfabeto que compuso otras joyas como “La múcura está en el suelo…”, que fue a dar a la voz de Benny Moré, y “Se va el caimán, se va para Barranquilla…”, cantada por el inigualable bachiller José María Peñaranda, que elevó las vulgaridades de palabra a la categoría de arte, baste recordar su célebre “Ópera del mondongo”.
No se podía disputarle la preponderancia a la noche del 24 de diciembre en un pueblo pequeño, donde la tradición religiosa se imponía sobre las festividades profanas; y sobre todo en un hogar modesto como el mío, donde los recursos no alcanzaban para dos celebraciones rumbosas seguidas. Para la cena de Nochebuena un chompipe, el pavo indígena, de primacía tradicional en Nicaragua ante de la moda importada del pavo gringo, que se criaba y alimentaba a lo largo del año en el patio de la casa, y cuando iba a ser sacrificado recibía como gracia final un trago de ron que se le administraba como parte de la ceremonia ritual, abriéndole el pico en medio de aleteos de resistencia, sospecho que no con la intención de hacer más llevadera su muerte, sino que para ablandarle la carne.
Era una de las ocasiones en que mi madre entraba en la cocina, dotada de una estufa de hierro colado con horno y una chimenea que aventaba el humo oscuro por encima del techo, para dorar el chompipe y preparar el relleno, una rica mezcla barroca donde entra el pan rallado, la carne de cerdo, la mantequilla abundante, el dulce de rapadura, uvas y ciruelas pasas, aceitunas en salmuera, alcaparras y cebollas encurtidas, cuya receta Tulita, mi mujer, conserva en la memoria; la receta de su madre, pues hay una por cada familia nicaragüense.
Se cenaba el último día del año en mi casa de Masatepe, pero temprano, y el chompipe dejaba paso a un humilde nacatamal, que para mí era igual de suculento, la masa de maíz adobada con achiote y compuesta con carne de cerdo, papas, arroz, y otra vez las uvas y ciruelas pasas y las alcaparras de ultramar, en su envoltorio de hojas de plátano soasadas, y que en nuestra temporada de Berlín en los años setenta Tulita solía hacer, con mi modesta ayuda, en tributo a la nostalgia culinaria que siempre persigue a los exiliados, envolviéndolos en papel de aluminio porque las hojas de plátano sólo era posible conseguirlas robándolas en el Botanischer Garten.
Entonces en Europa lo latinoamericano era todavía exótico, y los alemanes se fascinaban con los ardides del realismo mágico. Si ahora quisiéramos celebrar el año nuevo con nacatamales en Madrid, en este año tercero de nuestro segundo destierro, las hojas de plátano son fáciles de conseguir a la vuelta de la esquina, en las tiendas de comestibles de los bangladesíes e hindúes de Lavapiés, o bien los nacatamales, clonados a la perfección por manos nicaragüenses, se pueden encargar a domicilio.
Pero regreso a mis viejos años nuevos. Las fiestas del 31 de diciembre fui a conocerlas en mis tiempos de estudiante en León, cuando me hice novio de Tulita y la acompañaba al baile de gala del club social, ocasión en que las jovencitas eran presentadas en sociedad y desfilaban de traje largo, del brazo de sus padres vestido de etiqueta, y yo disfrutaba de la fiesta mientras no sonara la orquesta, porque nunca aprendí a bailar mientras ella sí era una virtuosa en la pista.
De la época de Costa Rica, donde nos fuimos en 1964 a vivir después de casarnos y nos quedamos por doce años, no me queda memoria de los fines de año, porque para las vacaciones de diciembre volvíamos a Nicaragua y las pasábamos en Masatepe. Allí estábamos cuando ocurrió el terremoto que destruyó Managua, recién pasada la medianoche del sábado 23 de diciembre de 1972, una sacudida subterránea de 30 segundos que dejó 400 manzanas de la ciudad arrasadas, primero por el sismo y después por los incendios, con 20.000 muertos y un número similar de heridos, y el éxodo forzado de la población entera.
Por su cercanía con la capital, Masatepe comenzó a llenarse de refugiados que llegaban a bordo de pick ups y camiones donde cargaban las pocas pertenencias que pudieron haber rescatado, y acampaban en las aceras y en el atrio de la iglesia, deambulaban en el parque central y frente a la tienda de mi padre, que ocupaba la pieza esquinera de nuestra casa, una multitud como en las fiestas patronales sólo que silenciosa y desconcertada; y no hubo celebración navideña, ni tampoco de año nuevo, porque era un duelo, y a nadie se le ocurría congregarse para festejar a la vista de tanta desgracia paseándose frente a las puertas.
Quizás un año nuevo madrileño sea sentarse frente al televisor para ver la celebración de Puerta del Sol, y comerse mientras tanto las uvas que ya vienen en cajitas de doce unidades. Y quizás ser madrileño signifique que cuando aterrizo en Barajas siento, de alguna manera, que estoy volviendo a casa.
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