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Yo, el tirano

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Hubo un tiempo (aceptamos llamarlo “la aurora de los tiempos”) en el que no se sabía qué cosa era el tiempo, pero yo, el tirano, me adornaba con collares hechos de semillas secas, dientes de animales salvajes, vértebras de peces, plumas, hojas de orégano o de albahaca que perfumaban mi cabeza y desprendían olores de maceraciones. Mi espíritu y mi talante (¡que no talento!) fue avanzando a medida que trataba de entender qué cosa era el tiempo. Un día puse flores en el pelo de mi mujer y yo mismo elaboré una corona de lianas trenzadas que posteriormente convertí en diadema para ella y corona de oro para mí: atributos del poder, una manera de convocar y concentrar en mí las fuerzas de la naturaleza, particularmente las energías del mundo animal, y al hacerlo fui comprendiendo que el poder es una fuerza que irradia, que manifiesta algo superior a los adornos que, al principio, me convertían en una especie de tótem cubierto de colmillos y cuernos. La corona modificó por completo mis ademanes, mi manera de caminar y de vestirme, pero no alteró para nada la crueldad de mis actos. Me cubrí de impasibilidad, de desafectos. Abandoné para siempre la piel de oso que me cubría en la aurora del tiempo, pero también una burda tela que usé más tarde y comencé a vestir capas de armiño y aprendí a encolerizarme y a desgarrar con la espada los tapices del castillo, a envenenar mi alma, a aterrorizar a los habitantes del reino; deshacerme de los presuntos enemigos que acechan el poder; impartí órdenes para que eliminaran a los que se interponían en mi camino y yo mismo usurpé el trono, y maltrecho me vi una vez gritando, desesperado, que cambiaba mi trono por un caballo.

El tiempo siguió transcurriendo siempre perverso y malévolo y el dinero del burgués desplazó a los aristócratas. Sin embargo, estos entendieron que lo más acertado era dejar que las cosas cambiaran para que todo continuara igual y me vinculé sin saber cómo (¡siempre he sido lerdo pero tenaz!) a las transformaciones sociales e industriales. Acepté sumiso que los militares me amaestraran y me convertí en un tirano balurdo. Sin embargo, el viejo gusano de la política me calentaba los oídos y me susurraba maquinaciones inútiles y conspiraciones que se me revertían y terminaron haciendo que fuese yo el propio gusano. Por eso, elegí un pequeño pero rico país petrolero y allí prosperé con el decidido apoyo de militares de enrarecido patriotismo y comencé a ocuparme de asuntos de mejor renta o beneficio como el tráfico de drogas. ¡No me está yendo mal!

Quiero volver a mis orígenes de cazador, de ser obrero torpe o chofer en reposo, pero el destino me obliga a ser tirano de barriada. Reconozco que no sé cómo desenvolverme atrapado como estoy en esta tela de araña que llaman democracia. Además, ¡soy mal político!

Me gusta ser tirano porque ejerzo arbitraria e ilegítimamente un poder que me permite gritar, zarandear, tener la verdad sin poseerla. Mando y logro que unos militares que me detestan sigan lamiendo mi mano porque les permito toda clase de vainas y ellos creen que me dominan. Me divierto cuando alguien que supongo opositor se hace multimillonario haciendo negocios con algunos de los militares igualmente vulgares y primitivos.

En la aurora de los tiempos, cuando vestido de oso recorría el valle del Neanderthal, yo era un ser ordinario y soez. Lo sigo siendo en la hora actual, pero aparezco de noche o de día bien vestido, ostentando la banda tricolor para asegurarme de que soy el que manda. ¡Quiero creer que soy la autoridad! Por eso no me quito la banda presidencial ni siquiera cuando viajo lejos para fumar un habano y comer cordero con gastos pagados por el petróleo o por el narcoestado.

Me gusta que algunos expertos califiquen el poder diciendo que corresponde a ideas tales como “máxima identificación personal”, “defensa y concentración de fuerza”, “posesión de lo circundante”, “resplandor”. El oro que saco del país y vendo a precio de gallina flaca o intercambio por terroristas islámicos no puede ocultarse; él ilumina los dólares que mantengo escondidos. Pero no me agrada que se diga que el poder absoluto o tiránico, como el mío, corrompa absoluta o tiránicamente.

Secretamente, deseo que míster Trump me reciba y me invite a tomar una merengada, porque ambos somos populistas y yo tengo espíritu democrático: me sé la letra de ¡Oh! Gloria inmarcesible, ¡Oh! Júbilo inmortal, pero igual aprendí la del ¡Gloria al bravo pueblo…! Este espíritu democrático no me impide torturar a mis enemigos y acabar con la vida de algún capitán del ejército o disparar perdigones que dejen ciego a un adolescente. Sé dónde queda Noruega y creo haberme portado como un caballero con la señora Bachelet (¡ambos somos camaleones!). Lo que no entiendo es por qué este año, en el día del ejército, en lugar de desfile hubo una “parada” militar, siendo el mío un régimen que ronda y se mueve en los cuarteles.

Me hablan de un psicópata abusador llamado Aguirre o Izaguirre (¡no escuché bien el apellido!), que le escribió una carta a un rey de España y, apropiándose de mi mejor título de nobleza, en lugar de la suya puso mi firma: ¡Yo, el tirano!

 

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