No existe tragedia equiparable a la de perder un hijo. Un dolor insuperable, que se lleva clavado dentro toda la vida. Por eso resulta obligado enviar nuestras condolencias y oraciones a los padres del niño Ian, de 2 años, que murió en el coche de su madre en el aparcamiento de una fábrica del pueblo pontevedrés de Porriño, víctima de una insolación, según todos los indicios.
Pero una cosa es expresar nuestra humana compasión ante tan durísimo golpe y otra diferente correr un velo sobre la responsabilidad personal de quien ha incurrido en un error tan grave como olvidarse de su pequeño en la silleta del coche durante seis horas.
La madre vistió a su hijo, que cumpliría 3 años el próximo octubre, lo bajó al coche y lo colocó en su silleta. Pero en lugar de dejarlo en la guardería antes de entrar a trabajar a las 10:00 de la mañana en la planta de la farmacéutica suiza Lonza Biologics, cometió un despiste fatal y se lo olvidó en el vehículo bajo el sol. Nadie reparó en lo ocurrido hasta que a las 3:45 de la tarde el padre fue a recoger a Ian a la guardería y descubrió que no estaba allí.
El Ayuntamiento ha decretado tres días de luto, ha suspendido las fiestas locales y ha convocado un emotivo minuto de silencio de apoyo a los padres. Alguna vecina declara a los medios que la madre «es muy responsable, la persona más responsable que puedas imaginar». En el Telediario de TVE cuentan la noticia recalcando que ahora algunos coches llevan incorporadas aplicaciones que dan la alarma en casos así y que en otros países son ya obligatorias.
¿Qué es lo que se percibe en todas estas aproximaciones al suceso? Pues que vivimos en una sociedad donde la responsabilidad personal parece no existir. Por supuesto, los seres humanos somos falibles y ninguno de nosotros está a salvo de despistarse y cometer un error fatal. Pero voy a ser políticamente incorrecto y arriesgarme a decir en alto lo que realmente pienso en mi fuero interno: en la época de mi madre y mis abuelas jamás les habría ocurrido algo así.
Hemos creado un mundo victimista, donde ya no aspiramos a ser los capitanes de nuestras propias vidas, sino que descansamos en conjuras exteriores que nos eximen de nuestras responsabilidades.
Si un chaval no encuentra empleo jamás se hablará sobre si tiene las suficientes ganas de trabajar, o sobre si ha hecho un esfuerzo por formarse; la culpa es de los empresarios. Si alguien se pega un leñazo en el coche conduciendo de manera temeraria, el primer reflejo es culpar a la carretera, o a la lluvia. Si un maquinista va a 190 km/h en una curva reservada a 80 y se produce una tragedia, la culpa es de la vía y del Estado. Si estamos gordos, los culpables no somos nosotros por zampar demasiado, sino la malévola industria alimentaria con sus procesados y grasas saturadas. Si sufrimos durante cinco años un pésimo gobierno, nadie señala que se debe a que metimos la zueca a la hora de votar, porque los pueblos también se equivocan. Si la telebasura arrasa en audiencia, la culpa es de las cadenas telebasureras que la programan, nadie reconoce que le va el morbo y la carnaza y que ha chupado horas y horas de Sálvame y bodrios similares.
Todo este clima de irresponsabilidad guarda relación con unas sociedades europeas donde cada vez entregamos más parcelas de nuestra libertad al Estado y pretendemos que se encargue hasta de atarnos los cordones de los zapatos. Nadie tiene culpa de nada. El insidioso ideario «progresista», que va insuflándose en el cuerpo social por todos los medios, preconiza que todos somos víctimas. La culpa personal, la responsabilidad, el sacrificio y el perdón, distintivos de la tradición judeocristiana y su sentido de lo trascendente, se diluyen en el magma relativista.
Descanse en el cielo el santiño Ian y esperemos que jamás vuelva a ocurrir otra tragedia igual.
Artículo publicado en el diario El Debate de España