A los venezolanos se nos modificó la genética de nuestro ser originario desde la ola fratricida que nos arrastrara entre 1812 y 1830. Los doctores de universidad que firmaran el acta de nuestra independencia en 1811 – criticados por las armas – y los que luego sobreviven eran tributarios de la ilustración liberal española, reformistas. Leían a Botero, al antimaquiavelo.
La guerra nos enajenó e imprimió un muy dañino complejo colonial, un culto del autoritarismo paralizante de nuestra voluntad como nación. Desde entonces se nos secuestró y sujetó al mando de los traficantes de ilusiones. La libertad era intersticio, como lo señalara Rómulo Betancourt. La refriega entre el coronel Pedro Carujo, un bolivariano que intentara asesinar a su propio progenitor político, y el presidente civil José María Vargas, es la mejor radiografía de nuestro dilema existencial. Todavía hoy nos aprisiona y radicaliza. Allí reside el origen de la saña cainita y el espíritu divisor contra los que tuvieron que bregar, poniéndoles coto, los padres de nuestra democracia civil, a partir de 1959. Desde entonces nos acostumbramos a vivir en libertad.
Nuestros mayores, españoles vueltos criollos y tras el mestizaje cósmico – tomo en préstamo la expresión de Vasconcelos – con los indígenas nuestros, pocos y nómades culturalmente, y con los africanos llegados en los buques negreros del dolor, a la orden de la empresa explotadora para la que obtuvo concesión don Simón de Bolívar, el Mozo, después de darnos talante, que aún nos hace resilientes, fueron desconocidos por sus hijos. Cada uno de nosotros, considerándonos huérfanos y vueltos adanes, durante cada día y a cada hora, intenta reescribir la historia desde cero y a su antojo: ¡Como vaya viniendo, vamos viendo!
José Antonio Páez, partero de nuestra república liberal conservadora y de nuestra primera constitución duradera, igualmente quiso corregir este rumbo de asaltos y enconos, de arrestos épicos, devolviéndonos a nuestro molde genético, pero no lo logró; ello, a pesar de haber restablecido el matrimonio con españoles prohibido por Bolívar tras la Guerra a Muerte y pidió el regreso de los canarios, agotadas las tres décadas que nos llevaron a ingresar retardados al siglo XIX, en 1830. Los revolucionarios se vistieron de reformistas, también de liberales por tachar a sus adversarios por conservadores, sin ser lo uno ni lo otro.
El caso es que, desde entonces se nos forjó hacia adentro y en el subconsciente –no desde afuera, ni desde un imperio malvado e invasor– el verdadero imperio cultural, a saber, la adhesión a las dictablandas de quienes ven a Venezuela como “botín de audaces”. El sucesor de El Mozo, nuestro Padre Libertador, condenó a la monarquía de la que hacía parte su familia – no éramos colonia, como si lo eran y fueron las inglesas y las francesas – para plagiar a la británica e insuflarla en sus modelos constitucionales militaristas y vitalicios, el de Angostura de 1819 y el de Bolivia, de 1826. Esa fue, que no otra, la verdad tras la implosión de la Gran Colombia, protestada desde el municipio caraqueño, primer anclaje de nuestra incipiente experiencia democrática.
Tras cada tropiezo y por el dominio entre nosotros de un ser que quiere ser, pero que termina siempre inacabado o en un No-ser al enajenarle su voluntad al capataz de turno para que nos distribuya el pan y mantenga amnésicos, se nos sobrepone a los venezolanos una visión derrotista y para el quehacer institucional, obra del tiempo. De suyo y para resolver, por ende, nos gustan las soluciones instantáneas o el fugaz devaneo que nos procura el hombre a caballo y dueño de nuestras aspiraciones, hasta que le llega otro que lo desbanca con la siguiente revolución.
Los positivistas de inicios del siglo XX, tras la molienda de ambiciones que se desprende entre quienes se adjudican ser los herederos del Padre de la Patria –como quienes se titulan herederos del “comandante eterno” a partir de 2013– optaron por el rescate del espíritu originario de lo bolivariano: No estaríamos preparados los venezolanos para el bien de la libertad, tal como lo afirma Bolívar en 1812, desde Cartagena. De tal modo se nos volvió a instalar el padre bueno y fuerte –ahora Juan Vicente Gómez, el Taita, el Benemérito– que tomó en sus manos y bajo su disposición la vida y los bienes de todos los venezolanos. A un punto tal que, pasadas otras tres décadas y muerto el general, llegamos con otro retardo y por un sino al siguiente siglo, el siglo XX, en 1935. Lo recordaba Mariano Picón Salas, el del cuero seco.
La Revolución de Octubre de 1945 reaviva el espíritu cainita del siglo XIX, contenido hasta entonces y vuelve a traer sobre la mesa la solución autoritaria, la de Marcos Pérez Jiménez, que la guía y luego dice haber sido traicionado por los civiles, por Rómulo Betancourt. El logro del voto universal, directo y secreto, como la elección de un hombre civilizado, Rómulo Gallegos –pienso en nuestro 28J– y por imponerse el arrebato revolucionario, es decir, ¡o todo o nada! o para ¡ya mismo, tarde no sirve!, acabó con los sueños de la generación de 1928. Los postergó hasta caída de nuestra penúltima dictadura militar.
Tras el 23 de enero de 1958, en cuyos días previos la Iglesia le dice al ministro Vallenilla Lanz que “todo el pueblo los odia y los detesta” – según escribe un reportero desde Caracas, El Gabo, Gabriel García Márquez – los padres de nuestra «democracia civil», ahora conscientes de la complejidad que acusan los procesos históricos e institucionales comprometidos con la libertad, optan por un corte en seco con nuestra tradición cainita. Sitúan sus miradas hacia el porvenir. Aceptan el compromiso de ir superando los escollos que encontrarían en el camino, como lo fueran las deserciones de los ambiciosos, el asalto cuartelario, y la violencia de la guerrilla importada desde Cuba. Entendieron, juntos y en sus diversidades legítimas, que era llegada la hora de evitar las distracciones esterilizantes de quienes vociferan desde los márgenes de la historia, para desviarla de su rumbo y envilecer el final.
A partir del 28J conducen el barco de la nación con idéntico propósito –todavía no el andamiaje de la república– y con sobrada legitimidad, María Corina Machado y Edmundo González Urrutia. Aquella tiene las llaves de la gobernabilidad y este la de la gobernanza. La estrategia y su yunta les está dando la razón. Tratar de fisurarla con pastoreos de nubes, nos devolvería a un callejón sin salida y ellos lo saben.
Sin mengua de la esperada usurpación que se ha repetido –no por acaso el invasor y secuestrador de nuestro territorio no es una dictadura común sino un cártel del narco organizado y del crimen transnacional– por lo pronto los venezolanos nos hemos dado un presidente electo. Su legitimidad de origen la prueban las actas de votación – testimonio auténtico del pueblo que es quien nombra y documenta a cada mandatario– depositadas en el Banco Central de Panamá. Esas son las que nos acreditan como soberanía popular y actuante, a través del presidente electo, en las distintas cancillerías del mundo. El acompañamiento de estas es crucial –como lo fue en 1958 el de Pio XII y el del Departamento de Estado norteamericano– para llegar hasta el final. Por lo que la síntesis de nuestro quehacer, para lo sucesivo, ha de ser el compromiso con la verdad, así nos duela. Es la única que nos enseña. La simulación es como la mentira, tiene patas cortas.
Venezuela ha de ser para nosotros lo más importante y el objeto prioritario de nuestros desvelos. Para las potencias del mundo, tengámoslo presente, somos unos pasajeros, no los primeros, en el tren de la reordenación que se proponen para el restablecimiento de las fortalezas democráticas en Occidente. Convencerlos de que acaso, con lo nuestro, encontrarán una clave importante –hemos sido la base experimental de la Galaxia Rosa– para resolver el conjunto de los desafíos globales pendientes, es la tarea por completar.
Sabemos que tiene en el mundo libre y en los pueblos que aspiran a la libertad María Corina. Conozco, además, de la larga experiencia internacional acopiada por Edmundo González Urrutia, que dejó al usurpador como «ánima sola» durante su desangelada coronación.
El embajador y ahora presidente electo trilló, durante su exitosa carrera diplomática, con los árabes. Fue clave en el ajuste de nuestras relaciones con Colombia y en cuanto al manejo de la espinosa cuestión guerrillera. Vivió de cerca el proceso de pacificación centroamericana, y en vísperas del siglo XXI, así como armó la Cumbre Iberoamericana para la defensa de los valores éticos de la democracia, fue testigo de excepción en la recuperación de la legalidad constitucional de Argentina. La serenidad de su carácter es prueba de la firmeza en sus convicciones y de su rechazo a los asaltos del voluntarismo. Sabe calibrar en donde están las verdaderas fuentes de poder que le dan estabilidad al mundo, y le sostienen en paz en medio de las situaciones recurrentes de la violencia.
Los hombres y las soluciones providenciales, en suma, son cadáveres insepultos. Están en el origen de nuestros males y del mal radical o absoluto radicado en Venezuela. Por eso, como lo repite María Corina, no les pidamos a Edmundo y a ella hacer lo que cada uno de nosotros no está dispuesto a hacer por Venezuela. “Ya está el helado al sol”, le responde el general Llovera Páez a uno de los secretarios presentes en Miraflores el 22 de enero de 1958. Pérez Jiménez se acaba de enterar de los alzamientos de Puerto Cabello y Barcelona. Eran las 7.30 pm, según escribe José Umaña Bernal, diplomático colombiano.
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