No puede haber, imagino yo, mayor dolor que el de un padre que debe enterrar a un hijo. Con esa idea revoloteando en mi cabeza, conduje ayer hasta el Cementerio del Este, donde Eduardo Fernández, su esposa Marisabel y sus demás hijos, realizaban las honras fúnebres de José Antonio Fernández Reyna, el primogénito. Estacioné. Anduve hasta la capilla no carente de cierta zozobra, apreciando la significación del momento. Crucé por entre una numerosa multitud, sin mirar para los lados, sin saludar a nadie, con la idea fija de ver al amigo. Y allí, junto al féretro, firme, duro, entero a sus 82 años, estaba Eduardo. “No es natural que un padre entierre a un hijo”, me dijo mientras lo estrechaba en un abrazo fraterno.
A su lado, leal en las peores horas, estaba la bella e inteligente Mercedes Malavé, con quien comencé a cruzar algunas palabras. Entonces, mirando a mi alrededor, observé un hecho destacable: acudían a expresarle su pésame a este venezolano de excepción los más variados sectores de la vida política, económica y social de la nación. Estaban todas las oposiciones. Estaban empresarios y gente del trabajo. Estaban intelectuales y artistas. En un país fracturado y disperso, el hecho era de notarse.
En eso se apersonó María Corina Machado y, con inocultable admiración y afecto, abrazó a Eduardo. Me dije para mis adentros: ¿y por qué no Eduardo? En ese instante tuve la idea de escribir este artículo.
Pedida la venia de aquel a quien aludo, que sufría este dolor que, al decir de César Vallejo, no es padre ni es hijo, que se sufre desde más abajo, que se sufre desde más arriba, que se sufre solamente, paso a comentar mi reflexión.
Salvo que se crea que la terquedad y el voluntarismo son una estrategia política, todo parece indicar que Machado no será rehabilitada para poder concurrir como candidata a la contienda electoral de este año. Actuar bajo la ilusión de querer forzar al gobierno a que lo haga, por ejemplo con amenazas de sanciones externas, es reincidir en los mismos errores ya cometidos con anterioridad (11A, paro, abstención 2005, La Salida, las “guarimbas” de 2017, el “interinato” de 2019) y que tan costosos resultaron, para el país… y para la oposición democrática. La resulta es arrojar a Maduro y sus conmilitones de vuelta en los brazos de Rusia, China y Cuba (lo que Estados Unidos debería ponderar) y convencerlos de una ecuación simple: si el costo de dejar el poder es mayor que el de transferirlo, un proyecto autoritario como el chavista no dudará un segundo en inmolarse aferrándose a él e inmolar de paso al país si es que es necesario. “No importa”, han de decirse. Con Fidel exclamarán: “La historia nos absolverá”. O con Luis XV: “Después de mí el diluvio”. Hechizados por los efluvios del fanatismo dizque “revolucionario”, serán capaces de todo.
Puede ocurrir a su vez que ninguno de los demás candidatos alcance el favor popular suficiente para vencer en las urnas a un partido-Estado que, sin trucar los votos pero abusando de todos los recursos del poder, tiene, como en 2018 y 2021, la capacidad de ganar unos comicios aún siendo minoría. La disfunción o discapacidad unitaria de una cierta oposición que, en particular a causa de los anatemas extremistas, ha terminado por creer y hacer creer que aquel que no comparta la tesis del todo o nada es un vil colaboracionista del gobierno, puede conducirnos a un escenario donde de nuevo el PSUV imponga su hegemonía, como está claro que es su plan, aprovechándose de las debilidades de un archipiélago opositor sin un liderazgo ni una dirección acatados por todos y apresurando el acto comicial, como parece que sucederá la próxima semana.
En un escenario de este tipo, un candidato de consenso tiene una primerísima virtud: no tiene que partir ganando las encuestas pues, si en verdad consigue unificar a toda la sociedad democrática (comenzando por aquella que está organizada alrededor de partidos y organizaciones de la sociedad civil), su condición de tal le permitiría ser mayoría y ganar. Pero, claro está, eso no basta. Debe, además, mostrar algunas condiciones básicas. Por ejemplo, la de ser un verdadero estadista en condiciones de darle cara a los enrevesados problemas nacionales que ha de heredar un eventual nuevo gobierno. Algunos arrojan como argumento en contra de una candidatura suya la avanzada edad de Eduardo. Y la verdad es que es más bien su principal atributo. Este encrespado país requiere de la serenidad que dan la experiencia y los años. Adenauer entre sus 70 y sus 90 pudo reconstruir a la Alemania occidental de la posguerra. Un excomunista y luego demócrata, Giorgio Napolitano, tuvo que permanecer en la presidencia de Italia hasta sus 90 pues los políticos de todos los signos políticos, de izquierda o de derecha, no le aceptaban la renuncia en aquel siempre inestable país. Mandela entregó la presidencia a los 81 años. A los 80 fue Churchill primer ministro por segunda vez. Ser joven no es en sí mismo ni una virtud ni un demérito. No conviene olvidar que el candidato joven en 1998 era Chávez y que hace poco tuvimos entre nosotros a un zagaletón llamándose presidente “interino”… y peor no lo pudieron hacer, ambos.
Pienso, por ejemplo, en una presidencia que sea a cabalidad y sobre todo una Jefatura de Estado, como la que requiere este país que se nos está deshaciendo entre las manos. Con tres vicepresidencias para asuntos políticos, económicos y sociales que estén ocupadas por jóvenes voceros de toda la pluralidad política nacional. Pienso en una reforma de la Constitución que incluya entre otros aspectos la eliminación de la reelección indefinida y la reducción del período presidencial a cuatro años (lo que, dicho sea de paso, haría innecesaria la figura del referendo revocatorio presidencial).
¿No encarna alguien como Eduardo Fernández -cuya honradez, capacidad intelectual y audiencia mundial nadie, me atrevo a decir que absolutamente nadie, discute- esta condición de jefe de Estado a la altura y con el peso específico suficiente para poder impulsar los cambios profundos y radicales que la Venezuela de hoy demanda? Estas cualidades redundan en otra, esta tal vez más importante que todas las anteriores: una candidatura como podría ser la de Eduardo (de verificarse el consenso necesario) es difícilmente inhabilitable por el gobierno, entre otras razones porque su presidencia, conocidas sus características personales por todos los chavistas, no anuncia persecuciones ni vendettas de ningún tipo. Su nombre no provoca esa furia fascistoide que frente al de otros muchos creen legítimo alentar. Y eso ya es algo. Acaso porque nunca pidió salidas militares, ni derrocamientos a la fuerza, ni sanciones contra nuestro país, ni invasiones militares, ni formuló llamamientos a protestas violentas de ningún tipo.
El personalismo, el vetusto y dañino mesianismo de algunos, el “si no soy yo, nadie”, no pueden hacernos perder esta oportunidad tal vez irrepetible de producir un cambio político seguro y posible en 2024. En un nuevo entorno de libertad y progreso, las ambiciones de hoy tendrán la oportunidad de ser realizadas. Que cada demócrata de este país se ponga la mano en el corazón y piense por un instante si vale la pena transitar otra vez los trillados atajos (que al final más que salidas son entradas a una calle ciega y pantanosa) de la confrontación y la camorra infecunda. Luego de un cuarto de siglo de luchas democráticas, con aciertos y muchos errores, hoy el resurgimiento de Venezuela está al alcance de la mano. Que los venezolanos de hoy podamos rendir cuentas afirmativas a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos. De todos nosotros depende.