Nuestra tragedia histórica como sociedad, es que el proyecto político de poder con sus siglas iniciales MBR-200, después MVR y, por último, PSUV, nunca fue democrático. Se inició como una conspiración golpista en los años 80 y se hizo visible en 1992. Nuestra democracia, o mejor, su dirigencia de la época, había naufragado en un sistema de corrupción y mucha gente harta terminó eligiendo a uno de los golpistas como presidente. El autoritarismo del nuevo gobernante más la arbitrariedad, el despilfarro, la incapacidad y la corrupción terminaron por colapsar el sistema institucional, económico y social y, desde el 2013, la crisis se hizo general y catastrófica, con las consecuencias padecidas y conocidas. Las denuncias y las críticas y, cierta oposición, siempre estuvieron presentes, aunque no es el momento de destacar los errores cometidos. Ya eso es historia que habrá que analizar, en tiempos menos angustiosos y pasionales. Lo cierto es que el régimen logra consolidarse a partir de un autoritarismo creciente, y la represión correspondiente. Destruida la economía en 80%, según expertos, la sociedad colapsa en todo sentido, con casi 8 millones emigrando y todo el tejido social comprometido y en empobrecimiento general. Este dramático proceso, en términos políticos electorales, revierte el 28 de julio de 2024 y de allí la crisis de legitimidad del régimen, nadie cree que ganaron y la situación de legalidad constitucional que se plantea al terminar el periodo presidencial actual.
El régimen en esta situación tiene dos alternativas, una transición con realismo político, que les permitirá seguir en la democracia recuperada, o la represión y la dictadura sin disimulo ni máscaras. El papa Francisco ha dicho que «ninguna dictadura acaba bien» y la historia así lo corrobora. El régimen debe entender que ningún gobierno tiene futuro, no importa cuánto dure, si la sociedad está convencida de que con ese gobierno tampoco ella tiene futuro. Y el venezolano de hoy y, en particular, la generación joven, sabe que en su país no tiene futuro, igual adultos y adultos mayores. De allí que emigrar sigue siendo una expectativa real, dolorosa e ingrata porque consta que muchos que emigraron no querían hacerlo, pero la necesidad y el futuro de los hijos y la familia los obligaba. Una sociedad, un país, por mucho aguante que tenga, hay algo que ninguna persona está dispuesta a renunciar a ello, la expectativa y la oportunidad de un futuro mejor.