Si he tenido la suerte de contarlo a usted entre mis lectores le advierto que vuelvo hoy a un tema que, desde diversas perspectivas y formas, se viene tratando de manera reiterada durante los últimos tiempos –yo mismo he escrito tres o cuatro veces sobre el mismo asunto– de manera que entendería perfectamente que se mudara de página para ver, por ejemplo, cómo van las elecciones de Bolivia y la obsesión de Evo por gobernar cuatro años más a su país, mirar los disturbios de Chile, asomarse a la última insensatez de Trump o de Bolsonaro, cuáles son las últimas ocurrencias del presidente de Corea del Norte o indagar, por decir algo más, en qué anda ahora Gretta, la chamita del cambio climático. Le digo, pues, que el tópico que consideraré a través de las siguientes líneas es el del diálogo en Venezuela. Perdone pues la obsesión, pero en este caso nunca está de más la insistencia, es mucho lo que nos jugamos.
I.
La política, cierto, es la lucha por el poder y alude a la manera de obtenerlo y usarlo. Pero no es solo eso. En el contexto democrático es, más que nada, el arte de armar los compromisos básicos necesarios para darle un sentido de dirección a la sociedad y procurar el bien común. Es la vía para digerir las discrepancias, impidiendo que vayan más allá del mero forcejeo y sin que generen procesos que alteren la convivencia social. La política es, por eso, la alternativa a la violencia y a la arbitrariedad. Es el diálogo y la negociación, no la imposición. Supone, en fin, el respeto por la pluralidad y la disidencia y es, en último término, el mecanismo que hace más previsible y confiable la vida colectiva, le reduce los sobresaltos, aceita la normalidad de cada día y pone árnica en las posibles fracturas, al tiempo que esclarece los límites dentro de los que se pueden desenvolver los conflictos, haciendo más probables las soluciones civilizadas. Sumo, pues, mi voz a la de tantos otros que han escrito sobre esto.
II.
Nuestra sociedad se encuentra mal casi que por donde se la mire. No es porque lo registran los diversos estudios que se han llevado a cabo. Es, sobre todo, por lo que se siente en la calle, sin necesidad de diagnósticos, sin que hagan falta las estadísticas. No podemos permitir que los graves problemas que nos rodean se nos vuelvan normales y se trasmuten en inercia. Cómo enderezamos el país es, entonces, nuestra mayor urgencia.
No hay magia ni milagros que nos hagan la tarea. El país tiene que reencontrarse en la política, ausente durante las dos últimas décadas. De esta no salimos si no se abren diversos espacios para que tengan lugar las conversaciones necesarias y se den los entendimientos que marquen los nuevos rumbos que conduzcan a superar el desmadre nacional, respetando la diversidad y la pluralidad. Hay, así pues, que recurrir a una gran operación política que dibuje un territorio amplio para todos. La política fue concebida para generar ese espacio.
Nuestra crisis se profundiza día a día. Se expresa en el hambre, la incertidumbre, la inseguridad, la desesperanza, de la inmensa mayoría de los venezolanos y se traduce en la exigencia mayoritaria de un cambio fundamental en la manera como transcurre su vida.
La solución es, pues, algo muy sencillo, pero a la vez muy difícil. Se trata de dialogar y negociar para pactar los acuerdos que se precisan. La historia enseña, dicen los estudiosos, que del otro lado del diálogo no hay nada. Nada que se considere una fórmula buena que nos pueda dejar una sociedad mejor, más amable y más aceitado en su funcionamiento, sino todo lo contrario.
III.
En suma, dialogar y negociar para lograr un acuerdo nacional, ese es el objetivo. Y quienes tienen la responsabilidad de trabajar con ese propósito no pueden convertir la negociación en una lucha por el poder; una suerte de partida de ajedrez en la que, sobre todo, el gobierno saca a relucir estrategias, tácticas y un extenso menú de artimañas con las que pretende seguir gobernando hacia ninguna parte. Deben entender que se trata de una actividad cuya finalidad es sacar a flote al país y darle motivos a un gentío para que no quiera irse a vivir a otro lugar. Cuyo fin es, en otras palabras, construir el espacio en el que quepan todos, sin sucumbir a la ficción política de que el otro no existe ni cuenta. Seguramente el costo será muy alto (ya lo es) si nuestras élites políticas no comprenden que hay que dialogar y negociar, no en nombre de sus conveniencias, sino en las del 90% de los venezolanos, ciudadanos de a pie, que manifiesta querer un cambio que resuelva nuestra crisis. Hay, entonces, que mantener a toda costa las negociaciones que apoya el gobierno noruego, con las modificaciones que se considere conveniente que hacerles.
Se suele decir que ningún país se destruye, pero como escribió alguna vez el intelectual mexicano Carlos Monsiváis hablando del suyo, a las generaciones que lo habitan sí se las puede llevar la chingada.
Harina de otro costal
Se sabe que el espacio digital adquiere una importancia cada vez más determinante como medio de comunicación. Gracias al periodista Alexis Correia he podido darle un vistazo a un reciente informe de la Universidad de Oxford, “The Global Desinformation Order”, publicado este año. En el mismo se revela que Venezuela, junto con China, Rusia, la India, Pakistán y Arabia Saudita, encabeza el uso de Twitter y Facebook en el renglón que califica la capacidad de que disponen para desinformar.
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