Los premios de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de Estados Unidos han hecho historia en su 92º edición, que se celebró el pasado domingo 9 de febrero de 2020, al otorgarle por primera vez las dos más importantes categorías (Mejor Película y Dirección) a una cinta en lengua no inglesa (aunque el año pasado se entregó por primera vez la de Mejor Dirección: a Alfonso Cuarón por Roma, filme hablado en español).
¿Se está adaptando por fin esta institución a la globalización o es simple demagogia (“le tocaba a los asiáticos”)? Quiero pensar que es lo primero porque Parasite (Bong Joon-ho, 2019) es un gran largometraje que superaba claramente al resto de las ocho nominadas y así lo afirmamos hace una semana en esta misma columna.
Ahora diremos algunas palabras sobre Parasite y el cine coreano histórico que conocemos. No pretendemos para nada caer en las modas y darnos ahora de expertos, sino contar nuestra humildísima aproximación a la interpretación historiográfica coreana a través del cine por medio de algunos ejemplos.
Parasites nos atrapó por su tema, el cual puede calificarse de historia del presente: las profundas desigualdades y el culto al dinero (y el estatus que su acumulación conlleva) en nuestro mundo de capitalismo global. Pero especialmente quedamos maravillados porque la desigualdad se muestra en cada elemento del filme, pero especialmente en lo que mejor nos puede aportar una película: las imágenes en movimiento que despiertan emociones. Todos, incluso esa minoría de la minoría que son las personas más ricas sobre la Tierra, pueden identificarse con los “parásitos” que son denigrados por los más ricos (o mejor posicionados) al intentar ascender y tener una mejor condición de vida. Porque, nos duela o no, siempre hay alguien para el cual “olemos mal” por el hecho de no pertenecer a su posición en las jerarquías sociales.
La desigualdad no solo se muestra con el carácter y ambición de cada personaje, de lo que valoran y lo que detestan en los que poseen un nivel social diferente; sino especialmente con los espacios y los efectos de colores y luz que se muestran en las imágenes. Ellas son perfectas metáforas del alma de los protagonistas. La oscuridad no es la misma en los sótanos de los “parásitos” que la tenue iluminación del lujoso apartamento de los ricos. Por no hablar de la vida en las colinas con sus jardines llenos de verdor y sol, versus el padecer en los apartamentos-sótanos de la ciudad donde los mendigos hacen sus necesidades frente a las diminutas ventanas de los pobres. Pero los pobres de Parasite no son paupérrimos, porque se alimentan, poseen un nivel importante de estudios y tienen teléfonos celulares aunque con conexión limitada. Son miserables de alma al igual que sus parasitados, aunque en todos ellos se percibe una importante valoración de la familia.
Para la Venezuela del presente (y la del siglo XX desde 1936) hay claras referencias cambiando lo cambiable y comprendiendo el uso del humor negro en el guion, con los parásitos creados por Bong Joon-ho. Es la despiadada anarquía de los supervivientes. Es cierto que también queremos a nuestras familias, pero al igual que en la película la inmensa mayoría parece estar dispuesta a desangrar de manera vampiresca a sus semejantes.
Somos una sociedad rentista que hemos vivido del petróleo y del Estado. La cultura de la “captura” de recursos influye fuertemente en nuestra conducta diaria, y en los terribles tiempos que vivimos está generando una creciente conflictividad social: entre ricos y pobres, pero especialmente entre pobres y pobres. Parasite en lo histórico pareciera decirnos que la guerra civil entre el norte y el sur ha mutado a lo social en el sur capitalista. Hay una “línea que no se debe cruzar”, un paralelo 38 (división actual entre la Corea comunista y la capitalista) pero social. Al hacerlo se desatarán todos los demonios de odio y muerte.
En nuestros recurrentes “ciclos” de películas históricas nos aproximarnos hace un tiempo a la perspectiva cinematográfica surcoreana de la Guerra de Corea (1950-1953). Lo primero que percibimos en ella es su perfecta imitación del estilo estadounidense del cine bélico: las historias, imágenes, bandas sonoras y personajes deben trasmitir la emoción del sacrificio por la patria. Sin por ello caer en el culto a la guerra. La guerra es una guerra justa, de defensa ante la amenaza comunista. El mejor ejemplo es Batalla de Inchon: Operación Chromite (John H. Lee, 2016), en la que se desea mostrar que el peso de la guerra no estuvo exclusivamente en Estados Unidos (y las tropas de la NU), sino al contrario: en los soldados coreanos que hicieron grandes sacrificios sin los cuales la tecnología militar estadounidense no hubiera servido de nada. Al verla solo pensaba: estos coreanos son unos genios de la propaganda. Pero en muchas incluso se desarrolla un fino antibelicismo, como en La hermandad de la guerra (Je-kyu Kang, 2004), en la que un hermano mayor debe proteger a su hermano menor en medio de la invasión de Norcorea y la violencia va transformando sus personalidades. Y los norcoreanos no quedan tan mal, porque son valientes guerreros y hasta se puede ver un antibelicismo que llama a una unidad más allá de las ideologías como en la muy humana Bienvenidos a Dongmakgol (2005) del director Kwang-Hyun Park.
Son muchos los títulos que dejo por fuera del cine coreano histórico, no solo de la guerra sino de su pasado en general. No olvidemos Mai Wei (Kang Je-gyu, 2011), que nos deja el mensaje de reconciliación entre japoneses y coreanos bajo la guía de la creencia en nuestra naturaleza fraternal y en el deporte. El cine coreano promete ofrecernos, con este gran impulso que ha sido el Oscar, nuevas grandes maravillas en el futuro.
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