En la gestión de un país, como en la de una organización o en la del propio hogar, las decisiones se toman —o se deberían tomar, a juzgar por lo que no pocas veces ocurre en la cotidianidad de muchas sociedades— sobre la base de hechos y evidencias, de lo más probable y factible, y, principalmente, de lo más conveniente para todos o —en el menos «malo» de los otros escenarios— para la mayoría.
Cuando esto en verdad lo entiende una ciudadanía, no solo se torna ella más exigente en cuanto a lo que espera de las personas en las que delega la toma de decisiones gubernamentales sino que, para que tal delegación se traduzca en todo aquello que más la beneficie, se exige a sí misma tanto un responsable y muy bien informado acometimiento de la tarea de selección de auténticos gerentes como una proactiva coparticipación en ese proceso, esto es, en la construcción e implementación de potenciales soluciones, y en la evaluación de sus resultados.
Si se acepta que tales premisas son válidas, entonces es claro que, a la luz de los frutos de los últimos 21 años, o ello se perdió en algún momento de vista o simplemente nunca se entendió en Venezuela, y tarde o temprano se iba a pagar el elevadísimo precio de la reincidencia en el descuido o de la tardanza en el aprendizaje; aunque cierto es que ni la más calenturienta de las mentes habría podido imaginar la magnitud del mal que de hecho provocó la peor de las usurpaciones de una malentendida o no valorada soberanía.
Ese mal, visto ahora por la nación y el mundo a través del cristal de la pandemia de COVID-19, ha puesto a la sociedad venezolana en una encrucijada que, a su vez, está haciendo patente su dificultad para dar con el «cómo» que erija en instrumento de una verdadera expansión de libertades el renovado ejercicio del poder de decisión que hoy, con esa afilada espada de Damocles sobre su cabeza, intenta con más apremio recuperar; y no será el pensamiento mágico la fuente en la que hallará las respuestas.
Pulverizar el delincuencial, billonario y perverso tinglado que ha convertido a Venezuela en una de las naciones más vulnerables frente a la amenaza de la COVID-19 es urgente, pero asimismo lo es una mancomunada acción que minimice el daño que esta peste ocasionará por tal vulnerabilidad y por las erróneas decisiones tomadas por todos y cada uno de los miembros del régimen, desde las sabandijuelas que pululan y operan en sus podridas bases hasta los que mueven los hilos en su nefasta cúpula. La diferencia es que si bien lo primero podría tener lugar mañana, en tres años o en cualquier otro momento, por depender más, ahora sí, de fuerzas externas que de acciones —y esperanzas— internas, lo segundo puede y debe ser acometido de inmediato por todos los que no estamos sosteniendo los cada vez más agrietados engranajes de aquella máquina de muerte.
El Gobierno de Estados Unidos acaba de hacer una propuesta para el «logro» de lo primero y, mientras escribo estas líneas, comienza a mostrar su aparente disposición a hacer uso de la fuerza, por la que tanto se ha clamado en esta ultrajada sociedad, ora para disuadir a la criolla nomenklatura de aceptarla, ora para de todos modos ponerle fin a su régimen de terror si no lo hace. Sin embargo, aparte de no poder saberse con certeza cuánta de esa disposición se inclina hacia lo uno o lo otro en el plano de lo real, a la danza de la diplomacia y de la beligerancia jamás se le ha asignado un determinado tiempo de duración; amén de que si el cese de la usurpación se produce como resultado de lo primero, quedaría aún por delante un largo camino de negociaciones en el que muchas preguntas tendrán que ser respondidas.
La primera, y la más importante, es si para la completa conformación del Consejo de Estado propuesto hay algún chavista que no sea un incapaz, un expoliador, un sádico e inmisericorde remedo de ser humano o un pozo de traición y vileza. Y que no se pretenda siquiera apuntar en la respuesta hacia uno de los pocos de a pie que todavía quedan, por cuanto no serán ellos, como no lo será ningún opositor de igual condición, los que finalmente se ungirán como cogobernadores de Venezuela de materializarse la mencionada propuesta sin que se le haya antes cambiado una sola coma.
En todo caso, como entre cualquier propuesta o acción y el cese de la usurpación no median tres pasos, y entre este y una ligera mejora de las condiciones materiales del país menos, cabe una pregunta más urgente en este aquí y ahora de la palpable realidad: ¿qué se hará, mientras entre suspiros se espera que los anhelos dejen de serlo, para que el coronavirus no cause en Venezuela una catástrofe mayor a la que ya está provocando tras el rasgado telón de la criminal desinformación (nacional)socialista del siglo XXI?
Este servidor, sin pretender ser el depositario de todo lo que da luz al hombre para la concepción de las mejores soluciones —pero sí con un nada despreciable bagaje de especializados conocimientos y unas cuantas experiencias—, ya hizo y sigue haciendo algunas concretas sugerencias. En un saco más roto que aquel telón continúan cayendo.
Los tirios no pueden ya quitarse, por su descomunal peso, un sinfín de cadenas de culpas. A los troyanos, no obstante, les queda aún un breve tiempo para actuar y apartarse así de similares cargas, pero como mi de por sí limitada fe en los «políticos», y ahora en otros actores, se encuentra también en crisis, por primera vez me permitiré repetir en alto el ruego que a muchos angustiados pechos ahoga: «¡Que Dios ayude a Venezuela!».
@MiguelCardozoM