No hay imagen que mejor refleje el panorama fluido de Oriente Medio que el apretón de manos en Pekín entre Alí Shamjani, secretario del Consejo de Seguridad de Irán, y Musaad bin Mohammed Al Aiban, ministro de Estado de Arabia Saudita, oficiado por un sonriente Wang Yi (alto mandatario de la diplomacia china). Celebraban un acuerdo mediado por China que restaura la relación diplomática entre el gobierno de los Ayatolás y el Reino Saudí. Lo relevante, sin embargo, es que retrata la consolidación de China como mediador en asuntos globales y subraya la pérdida de peso de Estados Unidos en la región.
El acuerdo sorpresa fue, en gran medida, fruto de la necesidad. Para Irán, que lleva mucho tiempo aislado por las sanciones estadounidenses, la distensión representa un vital salvavidas económico en un momento de creciente descontento popular. A Arabia Saudita le ofrece la posibilidad de un descanso de la devastadora guerra que viene librando en Yemén, que indirectamente es contra Irán.
Pero, aunque ambas partes tenían motivos para buscar un acercamiento, fue China la que lo hizo posible. Tras décadas de seguir el consejo de Deng Xiaoping de «ocultar la fuerza, esperar el momento, y jamás ejercer liderazgo», China traduce en su actuación que ha llegado el momento de pasar a primer plano en la escena internacional.
Oriente Medio lleva tiempo pesando en la planificación estratégica de China: es uno de los principales proveedores necesarios para colmar la voracidad de su consumo energético. Pero hasta ahora, China se había centrado en ampliar su presencia económica en la zona. Desde 2014, los países del Consejo de Cooperación del Golfo han duplicado las exportaciones de crudo a China, superando en 2022 los 210 millones de toneladas.
El diálogo entre Arabia Saudita e Irán apunta a un muy superior involucramiento de China en la región. De hecho, apenas un mes después de la firma del acuerdo, China pidió a los líderes talibanes en Afganistán la creación de un gobierno más inclusivo -acto notable, considerando que Pekín tradicionalmente ha evitado pronunciarse sobre los asuntos internos de los demás-.
Así, China aumenta su liderazgo diplomático. El año pasado presentó la «Iniciativa de Seguridad Global» que pretende ayudar a «remediar diferencias entre países» y a «resolver pacíficamente las crisis». Un año antes, lanzó la «Iniciativa para el Desarrollo Global», presentándola como «hoja de ruta para potenciar el crecimiento económico en pos del desarrollo coordinado y de la prosperidad compartida».
La lógica de estos esfuerzos viene dada porque Oriente Medio junto con Asia Central y Oriental, constituye el primero de «tres anillos» en los que, según analistas chinos, el país debería organizar sus relaciones diplomáticas. (El segundo anillo comprende otras economías en desarrollo de Asia, África y América Latina, y el tercer anillo -el menos prioritario- corresponde a los países industrializados.)
La política de Estados Unidos hacía Oriente Medio ha facilitado los avances de China en la región. Como señala Stephen M. Walt, de la Universidad de Harvard, Estados Unidos siempre ha distinguido aquellos países con los que ha mantenido «relaciones especiales» del «resto» -con quienes no mantenía ninguna-. Eso le priva en la práctica de poder ejercer influencia sobre adversarios como Irán y limita al tiempo la que tiene sobre sus «clientes» (como Arabia Saudita), quienes han llegado a dar por sentada la relación.
Ciertamente, Arabia Saudita todavía depende de Estados Unidos; sin ir más lejos, el mes pasado firmó un acuerdo de compra de aviones por 35 000 millones de dólares con Boeing. Pero los sauditas exteriorizan desilusión con su socio tradicional. Cabe recordar que Estados Unidos se abstuvo de acusar directamente a Irán por un ataque contra instalaciones petroleras del Reino en 2019 y ha criticado -en más de una ocasión- el historial saudita en materia de derechos humanos.
Más relevante, hace años que Washington le presta mucha menos atención a Medio Oriente: consecuencia, sin duda, de una política de «vuelta a casa», pero también refleja una marcada reducción de la dependencia energética, gracias a la eficaz explotación de sus reservas de gas y petróleo de esquisto (shale).
Como respuesta, Arabia Saudita ha emprendido una política de no alineación estratégica acercándose a China (quien, en la última década, ha enviado más misiones diplomáticas a Oriente Medio que cualquier país occidental), así como a Rusia y los otros países del Golfo. Este cambio queda reflejado en la reciente decisión de la OPEP (donde Arabia Saudita es el principal productor) y sus aliados (incluida Rusia) de recortar la producción de petróleo, decisión que complicará aún más los intentos estadounidenses de controlar la inflación sin provocar una crisis financiera o una recesión.
Renunciar a la presencia en Oriente Medio ha sido un error para Estados Unidos. El moderado crecimiento de la producción de energía a partir del shale y sus limitadas perspectivas presagian que, en un futuro próximo, Washington volverá a la dependencia de la OPEP+. De incluso mayor trascendencia, el presidente chino Xi Jinping aprovecha la retirada estadounidense para consolidar a China no sólo como potencia regional, sino como líder global capaz de desafiar el orden mundial nacido de la Segunda Guerra Mundial y liderado por EEUU.
Tampoco le será fácil a China. Nuevos acuerdos de seguridad pondrán a prueba su preciada «neutralidad», y le será casi imposible evitar enredarse en conflictos regionales. Además, Pekín todavía no se siente cómodo con el tipo de liderazgo ejercido por Estados Unidos (o incluso Europa en el pasado).
En cualquier caso, Washington tiene que actuar con urgencia para restaurar su posición en Oriente Medio (como ha comenzado a -intentar- hacer en África). El tiempo apremia: recuperar a aliados perdidos es mucho más difícil y costoso que mantener en buenos términos una relación que funciona.
Europa, absorta en la guerra en Ucrania, también debe prestar atención a lo que sucede en Oriente Medio. Conoce por experiencia propia de qué manera la dependencia energética genera vulnerabilidad geopolítica (tanto hacia Rusia hasta hace un año como hacia el Golfo en la actualidad). El sueño de la autonomía estratégica no puede mitigar esos riesgos; mucho menos los derivados de las turbulencias en el Mediterráneo o del sostenido avance de Irán hacia la nuclearización. Pero sí los puede mitigar la cooperación con Estados Unidos en Oriente Medio.
Ana Palacio fue ministra de Asuntos Exteriores de España y vicepresidenta sénior y consejera jurídica general del Grupo Banco Mundial; actualmente es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.
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