Wish de Disney está pensada para ser un homenaje, pero en realidad no es otra cosa que una película que hace un recorrido acartonado por todo lo que la compañía fue y aún es, en alguna medida. A modo de un obsequio visual y argumental a un universo en expansión, pierde sentido, interés y belleza al hacerse más obvio y repetitivo.
Wish es un cuento de hadas amable. Pero también una forma de curioso autohomenaje que Disney se dedica en su aniversario número cien. Ambas cosas podrían haber resultado bien juntas — de hecho, durante la primera mitad de la película lo hacen— a no ser por un problema. Disney no añadió a la mezcla originalidad, tampoco sentido de la innovación y mucho menos, la noción que, como producción, el tributo que el estudio se rinde a sí mismo, necesitaba ser, al menos, algo más que un subrayado de sus ideas principales y más socorridas. Pero no solo es esto último. También, es un refrito tedioso de sus grandes éxitos, mezclados a conveniencia para crear la sensación, que el recuerdo vale por recorrido a través de sus puntos más altos.
De modo que en Wish está presente cada elemento de lo que ha hecho de Disney lo que es. O al menos, a sus películas, mundos infantiles en constante expansión. Desde una chica en apuros, hasta animales cantantes, pasando, por supuesto, por un villano carismático y la ausencia de uno de los padres. Los directores Chris Buck y Fawn Veerasunthorn construyeron un escenario en el que la magia lo es todo. Está en los deseos, que se convierten en un mal mayor a medida que la trama avanza, en el trasfondo de cada personaje e incluso, en su inevitable moraleja. Pero, por extraño que parezca, el poder de un trasfondo semejante — que podría basarse en la emoción, la maravilla e incluso, la ternura sincera— no es otra cosa que un escenario vacío.
Lo es, porque esta película destinada a abarcar los múltiples estratos de una compañía de entretenimiento gigantesca es curiosamente vacía. A pesar de su ambición —el comienzo de la historia insinúa ser el centro medular de todos los cuentos de hadas— el argumento de Jennifer Lee y Allison Moore se conforma con lo básico. Lo cual es, por cierto, una especie de terreno que cambia sus propias reglas a conveniencia. En una isla misteriosa del Mediterráneo, un rey es capaz de conceder deseos a sus súbditos. Pero con varias condiciones a cuestas: la primera, que solo él debe escuchar la petición. La segunda —y que el emocionado ciudadano no conoce— es que lo olvidará. No quedará huella en su memoria, de ese anhelo del corazón, que podría ser cumplido o no. Y lo hará para siempre, lo que convierte la oportunidad en la pérdida de algo valioso a manos de un monarca con ambiciones casi divinas.
Una premisa semejante funciona en la medida en que es evidente que el deseo no es solo la verbalización de un “anhelo del corazón”, como el guion repite a cada oportunidad posible. También es un recorrido de considerable interés a través de la identidad de cada personaje que forma parte de la historia. ¿Qué necesita cada uno y que pierde, cuando el rey le hace olvidar sus inquietudes y necesidades? ¿Cómo se expresa esa ausencia? La trama olvida todas esas preguntas en beneficio de algo específico. El rey (un Chris Pine que imprime al personaje un sentido del melodrama irritante), es el que sopesa la importancia de lo que arrebata, de lo que pierde sentido entre sus manos y convierte a su súbdito en alguien incapaz de aspirar a algo más.
Claro está, la protagonista Asha (Ariana DeBose) es la excepción a la regla. También, la única que descubrirá el pacto casi Fáustico que el reino debe acatar. Pero allí acaban las diferencias de esta figura plana, cuya principal misión es encarnar a todas las princesas de Disney en una nueva versión para el milenio. Asha no tiene interés amoroso (como Elsa, Mérida, Moana, Raya) pero sí una gran preocupación por todo el resto de su familia y amigos. Lo que la emparenta con Blancanieves, Cenicienta, Tiana y Ariel. Descubrir que todos a su alrededor son víctimas de una estafa emocional y espiritual convierte a la joven, hasta entonces corriente, en una heroína por accidente. De la misma forma que Anna de Frozen, Jazmín, Pocahontas y Mulán. Por último, esta voluntariosa chica irá en búsqueda de su destino y su realización, como Rapunzel en Enredados.
Una combinación superficial para un aniversario significativo
Pero lo que podría haber resultado una mezcla intrigante, se convierte, durante la primera media hora, en una aventura con un trasfondo moral que no desarrolla del todo. Asha descubre el secreto de la magia del rey — y como lleva a cabo sus discrecionales concesiones— y debe encontrar la manera de revertir la omnipotencia de la que hace gala. Mucho más cuando comprenda que la aparente de los deseos, también es una forma de control.
Pronto, Wish se pierde en las implicaciones morales de algo semejante y decide dejarlas a un lado, para concentrarse mucho más en el crecimiento de su heroína y su forma de comprender la autodeterminación. Temas todos muy actuales, pero que el estudio ha explorado mejor y con más elegancia en otras tantas producciones. En comparación con el resto de las princesas más recientes de Disney, Asha es un endeble reflejo de la búsqueda interior y de la necesidad de comprender el poder personal como un faro en medio de la confusión. Y lo es, porque Wish, en su conjunto, carece de la suficiente profundidad para que sus personajes sean algo más que vehículos incompletos de una idea mayor.
Para el final de la cinta, ya no es tan importante si los deseos se cumplen, ante la posibilidad de sostener un recorrido interior consistente. Pero para su secuencia de cierre, Wish no tiene el menor interés de concluir sus ideas más singulares. En lugar de eso, se inclina por coser y cantar, lo que logra con el peor sentido de la emoción posible. Quizás Wish sea la demostración de que Disney necesita más que un anhelo colectivo de celebrar, para recuperar su magia. El mayor problema de la cinta.