OPINIÓN

Welser

por Ibsen Martínez Ibsen Martínez

 

 

En 1528, la corona de España tenía gravísimos problemas de liquidez y decidió proponer un trato—“reestructuración de deuda” la llamaríamos hoy—a unos banqueros de Augsburgo que la importunaban con obligaciones vencidas.

La casa banquera era la de los Welser. Los escolares venezolanos —al menos los de mi generación— los conocimos como Belzares.

Los Welser, como banqueros, eran solo segundos de los Fugger, a quienes en tiempos de la dinastía de los  Austrias, (que reinó de 1516 hasta  1700 y pico) llamaban Fúcares los españoles. Aunque el core business de los Welser era el financiero, eran también navieros que comerciaban con hilos italianos, escandinavos e ingleses, con especias orientales, plantas medicinales, colorantes, joyas, pieles, implementos agrícolas y manufacturas para el hogar. Tenían grandes cañaverales en Madeira. Su red de factorías y de agentes se extendía por todo el continente europeo.

Retribuyendo un oportuno cable que le lanzaron, don Carlos V concedió a los Welser por cuatro años la ocupación, gobierno y usufructo de todo el territorio que ya se conocía como Venezuela. “Cóbrense ustedes de lo que logren sacarle a aquellos chiribtales y quedemos en paz”, les dijo.

En virtud del trato, la Corona cedió el derecho de introducir a estos platanales yegüas y caballos y les eximía del impuesto sobre la sal. Tampoco pagarían el almojarifazgo —el arancel sobre la introducción de manufacturas— y tendrían “bodega libre” para aprovisionar sus buques en las atarazanas de Sevilla. Les daba así mismo licencia para esclavizar a todos los aborígenes que se mostrasen rebeldes. Les autorizó a transportar esclavos de origen africano para explotar las minas pues de eso se trataba: de saldar la deuda con oro.

Por los metales preciosos que arrancasen a la tierra no pagarían el acostumbrado quinto real sino un décimo durante los primeros 4 años. A partir de entonces, pagarían un noveno anual, luego un octavo anual, y así, hasta llegar al quinto de ley después de diez años de explotación. Los Welser obtuvieron, además, el primer contrato para la trata de negros en todas las Indias —4.000 esclavos, solo para empezar— celebrado por España.

A cambio de todo ello, los alemanes se obligaban a fundar ciudades, armar buques y reclutar 300 soldados españoles y 50 mineros alemanes que debían reconocer todo el territorio de las Indias que pudiesen alcanzar con sus esfuerzos.

Los banqueros alemanes se obligaban a edificar iglesias y favorecer en todo lo posible a los misioneros españoles. Según Eduardo Arcila Farías, gran especialista en economía colonial venezolana, “la fundición de oro, principal objetivo de los Belzares, arrojó en la primera década del siglo XVI, los mayores beneficios obtenidos por España en todo el periodo colonial venezolano”. Así que las perspectivas en aquel 1528 lucían estupendas.

Que se sepa, sin embargo, los Welser no llegaron a fundar ni un solo caserío en Venezuela. Lo de ellos fue  chupar y desviar fondos. Uno de ellos, Nicolás de Federmann, enfebrecido por la codicia, llevó una expedición —una correría predadora, más bien— desde Coro, en la costa caribe venezolana, hasta la meseta de Bogotá.

Otra correría atrajo a unos 100 hombres, entre alemanes, españoles y criollos. Los condujo Bartolomé Welser, vástago de la familia y alcanzaron las riberas del Casanare, en los llanos occidentales, pero la empresa resultó desastrosa.

Diezmada su gente por los guerreros aborígenes y las fiebres palúdicas, Bartolomé regresó a Coro a comienzos de 1545, justo a tiempo de ser juzgado por un regidor de la Real Audiencia española que había sido enviado desde Santo Domingo a poner orden.

Los cuatro años del convenio inicial se convirtieron en casi 20 años de continuos saqueos a las arcas reales en el curso de los cuales tuvo Venezuela una sucesión de gobernadores alemanes, en extremo manganzones. y de conniventes funcionarios españoles, enchufados. La empresa no fue ni de lejos el negocio del siglo. Al cabo, la Corona dio por pagadas las deudas de Carlos V y se rescindió el contrato.

Cuando pienso en ellos —gente como Ambrosio Alfinger, Nicolás Federmann, Georg Hohermuth y el desafortunado Felipe de Hutten, que murió ajusticiado por los españoles en 1545— no logro figurármelos sino como Klaus Kinski en el Fitzcarraldo de Werner Herzog, en modo chupasangre.

Encuentro llamativo que, aun dispuestos a patear durante 20 años todo el territorio en busca de oro, jamás se les ocurriese cruzar el Orinoco para internarse en la Guayana venezolana. No hay en nuestro país hito alguno que recuerde el paso de los Welser por Venezuela, ni un patio de bolas criollas ni una venta de cachapas y cochino frito ni una cauchera a orillas de una carretera.

Para ellos solo fuimos una tierra de “comedores de arepa y casabe”, como nos llamó en su tiempo otro depredador, el tirano Lope de Aguirre. Mirando atrás, tiendo sin embargo a ver con buenos ojos a los Welser.  Es tal vez un efecto de comparación retrospectiva: junto a los expoliadores de la actualidad, los Welser se me antojan más bien recogelatas, incautas víctimas teutonas del mito de El Dorado.

Cuando pienso en las picaduras de mapanare, los chipos, la bilharziasis, la disentería, el vómito negro, las niguas, las gusaneras  y las flechas envenenadas de los aborígenes de que fueron víctimas buena porción de aquellos vándalos del siglo XVI  y comparo lo que iban recolectando—hojas de guásimo, pepas de zamuro,  plumas de  garza, uno que otro “garamito de oro”—con las ingentes ganancias de las compañías rusas, iraníes y turcas en la actualidad, de los capos del ELN colombiano, del tren de generales venezolanos dueños de toda la minería ilegal y demás empresarios del oro sangriento al sur del Orinoco, socios todos de una misma cleptómana e impune familia,  me es forzoso simpatizar (de un modo torcido y oscuro, ya lo sé), con los avorazados banqueros de Augsburgo embaucados por  Carlos I de España y V de Alemania.

“Venezuela es un botín”, solía decir José Ignacio Cabrujas con desengañada sabiduría, genuino Diablo Cojuelo de Tienda Honda, haciendo tintinear con mitigado regocijo el hielo de su Cutty Sark en vaso corto, tallado.