I
La única cola que conocía yo por aquel entonces era la de los carros que esperaban el ferry para ir a Margarita. De los Altos Mirandinos al puerto de Puerto La Cruz era un viaje largo. La carretera de la costa era sinuosa y peligrosa, pero mi papá se la sabía de memoria. Siempre le gustó la velocidad y entonces mi mamá iba pegando gritos en el asiento de adelante del Malibú conmigo.
Atrás iban los otros tres niños. Mi mamá llevaba termos de café con leche y de café negro calienticos. Además, arepas y sándwiches, para no comer en los puestos de la carretera “que no tienen agua corriente”, decía el doctor. Un solo jalón desde la madrugada hasta principios de la tarde, cuando pacientemente estacionaba el carro en la cola para esperar que el ferry comenzara a cargar.
Ya ese viaje comenzaba siendo una aventura. Cambiaba el aire frío de mi casa por aquel sol abrasador de Anzoátegui. Gritábamos cuando avistábamos el mar desde la carretera llegando a Puerto Píritu. El color de la tierra cambiaba, el aire olía a sal.
El ferry abría su boca y comenzaban a pasar los carros. Nosotros nos apresurábamos a conseguir los puestos en los que estaríamos cinco horas hasta llegar a la isla hermosa. Veíamos delfines, peces de colores, islotes, gaviotas. Ese viaje era muy divertido.
II
Cuando atracaba el ferry, lo importante para mí era salir pronto del barco, con el carro. En ese momento quería que mi papá volara por la carretera porque lo que yo quería ver no era precisamente el paisaje salino y seco de esa parte de la isla. Lo mío era ver lo verde y lo rojo. Ni siquiera el mar.
Una vez pasadas las calles de Porlamar, el Malibú se enfilaba hacia la carretera 31 de Julio. Ya el clima cambiaba. La tierra era roja y había muchos árboles; hasta un túnel vegetal protegía del sol. El cerro Matasiete, el Guayamurí. La Fuente, El Salao y Paraguachí. La casita azul cielo, la inmensa palmera de dátiles, el gran árbol de uva de playa. Ese es mi lugar feliz.
Llegábamos al final de la época de mangos, pero todavía se veían asomarse de las matas algunos cachetes rosados y jugosos. Recuerdo que bajaba del carro y me metía entre los matorrales para correr por la tierra arcillosa hasta el aljibe a ver si había agua.
III
¿Por qué vuelvo a hacer este viaje en mi memoria? Porque es una de las técnicas que he aprendido para relajarme. Porque volver a ese sitio que me ha hecho tan feliz me llena de buenas energías. Pero también porque cada vez se hace más difícil la idea de volver a recorrer esos caminos.
La isla está prohibida para los propios venezolanos. Es como le pasa a los cubanos con Varadero, no tienen derecho porque todo está a precio de turista. Un pasaje de avión para Margarita cuesta 80 dólares. Recorrer las carreteras hasta Puerto La Cruz es prácticamente un suicidio. Igual debe ocurrirle a cualquiera que sea de otras regiones del interior del país y por circunstancias de trabajo viva en la capital. Volver a ver el terruño, a sus viejos, a su familia se hace cada vez más difícil.
Pero menos mal que queda la memoria. Menos mal que ese pedacito de tierra sigue allí. El mismo sol, la misma brisa, el mismo olor a verde. Volveré.
@anammatute
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