“Varios gobiernos latinoamericanos se comportan con los migrantes como si nunca hubieran padecido una dictadura, como si no pudieran padecerla otra vez. Olvidan algo tan sencillo que no solo implica la solidaridad, sino la noción de circularidad histórica. De la que nadie se salva”. Luis Yslas
Mientras Colombia dictó un estatuto para proteger a venezolanos en su territorio y Brasil hace lo posible por brindarles una acogida favorable e incorporarlos a su vida corriente, Chile decidió alguna vez montarlos en un avión con trajes de seguridad –en plena pandemia por covid-19– y expulsarlos de sus tierras. Olvida así la nación sureña que alguna vez fuimos –en buena hora– destino para sus refugiados y perseguidos políticos. Lugar de exilio, pues.
Me dicen: “Es un tema (sic) de soberanía”. A lo cual redarguyo, sin menoscabar su soberanía, mucho menos desconocerla, que Chile debió detenerse un poco y recordar el pasado, los buenos tratos, aplicar la reciprocidad con una medida humanitaria y temporal. “Nada humano me es ajeno”, como dijo Terencio.
La tragedia venezolana, indeseada desde luego, puede ocurrirle a cualquier país. Vale la pena detenerse en el asunto, como dije antes, y evitar el trato inhumano. En realidad los connacionales huyen despavoridos de un país que les niega un mínimo de condiciones de existencia; van buscando el camino que los lleve a una vida mejor, a esa que no encuentran en tierra propia. No son migrantes, son desplazados por un régimen criminal. La verdad sea dicha.
No es El Paso de los Andes, no lo es. Ni el Camino de Santiago ni el Maratón de Nueva York. Tampoco turismo ni diversión de ninguna naturaleza. El venezolano que migra, asumiendo esa travesía, esa larga caminata con lo poco que pueda llevar consigo, lo hace quizá con algún sueño en el porvenir o desesperado por escapar de la ruina que hoy se vive en Venezuela. En todo caso, y no es difícil asumirlo, lo hace porque en su país ya no puede vivir. Ese es el motivo que los lleva a atravesar todo un continente, a caminar desde Venezuela hasta Chile, por ejemplo. ¿Se imaginan?
Afirma la doctora Gabriela Arocha (@gabyarocha): “Sé que cada país puede decidir qué hacer en su territorio. Que la pandemia ha golpeado la economía mundial, ha provocado problemas y ha acrecentado otros. Pero no voy a dejar de sentir tristeza por los venezolanos que intentaron huir y los expulsan. No me expliquen, igual duele”.
La diáspora es quizá el daño más grave, criminal y doloroso que ha causado esa peste llamada ch… abismo, esa otra metáfora de la pobreza y destrucción, al país venezolano.
¿Los rechaza Chile, entre otros paises, por pobres? No lo sé. Lo que sí no puedo dejar de reconocer y agradecer, sin ánimo de lucir salomónico, es la acogida que ese país ha dispensado a los médicos venezolanos, previa obtención de la llamada visa democrática y de la aprobación del Examen Único Nacional de Conocimientos de Medicina, Eunacom, teórico y práctico de medicina general que se aplica a todos los egresados de las distintas escuelas de Medicina de Chile y a los médicos titulados en el extranjero que deseen ejercer en el territorio nacional.
¿Aplica o incurre estos en la aporofobia? Que es el rechazo a personas pobres por el simple hecho de serlo. El término apareció por primera vez en publicaciones de la filósofa española Adela Cortina para tener una palabra con la que diferenciar este fenómeno de la xenofobia o el chovinismo.
Tampoco lo sé. Quisiera inclinarme por creer que se trató de una decisión apresurada, de suya inhumana, que conllevó devolver a las víctimas a las garras de sus victimarios.
Ante esta terrible realidad, llamar cobarde al que se va, o pendejo al que se queda, no es solo simple cicatería o sencillez de criterio, es una barbaridad deleznable, una injusta apreciación del contenido y la significación de tamaña decisión.
Ni en el más delirante de mis sueños dejaré de pensar en la democracia que tuvimos y en la que podemos recuperarnos y mejorar, formando células, cuerpos de opinión, voces y de voluntades para salvaguardar aquellos valores que son patrimonio inmarcesible en nuestras costumbres, tradiciones e instituciones.
Mientras siga la desgracia mandando, porque aquí no se gobierna, se manda, estos casos seguirán ocurriendo, por desdicha. Nunca tendré autoridad para reprochar al que se va del país, argumentando la grave e inocultable pesadilla que lleva ya veinticinco años y que hoy padecemos, así como tampoco al que se queda –pudiendo o no irse– con la convicción de poder hacer algo desde este suelo o desde la distancia que en los más de los casos nos duele tanto.