El episcopado nacional acaba de hacer pública (11 de julio) una declaración bajo el título sugerente Dios quiere para Venezuela un futuro de esperanza, y siguiendo la acostumbrada metodología del ver-juzgar-actuar.
En cuanto a balance de la situación, los obispos asumen datos muy graves planteados pocos días antes (4 de julio) por Michelle Bachelet, alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Agregan otras manifestaciones que completan un cuadro bastante triste e interpelante en materia de respeto a la dignidad de los venezolanos y sus derechos fundamentales.
La declaración justifica la intervención del episcopado en esta materia socio-política recordando que “una de las grandes tareas de la Iglesia en nuestro país consiste en la construcción de una sociedad más justa, más digna, más humana, más cristiana y solidaria”, lo cual “postula un decidido compromiso de todos por la defensa de la dignidad de la persona humana y el bien común”. La misión de la Iglesia, que es la evangelización, no se limita a lo cultual y a lo explícitamente religioso, sino que entraña también una presencia transformadora de la convivencia humana en la perspectiva de los valores del Evangelio y su eje o núcleo, que es el amor.
En cuanto al actuar, junto con urgir una efectiva respuesta a la “emergencia humanitaria” y reiterar la contribución de la Iglesia en tal sentido, los obispos reafirman: “Ante la realidad de un gobierno ilegítimo y fallido, Venezuela clama a gritos, una vuelta a la Constitución”. Esto, dicho hace seis meses, lo han repetido, en una u otra forma, en estos últimos años. Exigencia fundamental de dicho cambio es “la elección en el menor tiempo posible de un nuevo presidente de la República”. A continuación, exponen “algunas condiciones indispensables” para asegurar que esa elección “sea realmente libre y responda a la voluntad del pueblo soberano”. Entre esas condiciones mencionan: renovar el Consejo Nacional Electoral asegurando su imparcialidad, actualizar el registro electoral, posibilitar el voto de los compatriotas en éxodo, contar con una efectiva supervisión internacional. Y, last but not least, acabar con la asamblea nacional constituyente. Antes de hablar de elección, el episcopado pone como exigencia del cambio “la salida de quien ejerce el poder de forma ilegítima”.
Me parece que el ritmo de los acontecimientos está llevando, sin dar más vueltas, a poner sobre la mesa de la praxis, de modo urgente, efectivo y transparente, la aplicación del artículo 5 de la Constitución. En tiempos de gravísima crisis que se manifiesta en un insoportable sufrimiento del pueblo, en parálisis productiva y despoblamiento del país, es ineludible preguntar a los venezolanos qué presente y futuro quieren para su país; si seguir con estancamiento político, miseria, inseguridad y desesperanza o enderezarse hacia la nación deseable, libre, justa, fraterna, edificada por todos y acogedora como casa común.
La caída del Muro de Berlín ha sido para mí en estos últimos tiempos, y en varias formas, generadora de esperanza. Significó superación no violenta de enfrentamientos, encuentro inimaginable de contrarios, síntesis sorpresiva de opuestos; y todo ello sin pólvora ni sangre. Viví de cerca ese muro en diversos momentos (antes, en y después) y nunca imaginé su sorprendente fin. Pienso que la humanidad ha sobrevivido en milenios porque ha sido capaz de lograr imposibles.
Hay muchas cosas en nuestra Constitución. Pero entre las que leo y releo hay pasajes que resumen la Venezuela deseable y obligante, que hoy nos reclama un esfuerzo decidido, sacrificado, generoso, esperanzado. Esos pasajes son el Preámbulo y los Principios Fundamentales de la carta magna, que comienzan así: “El pueblo de Venezuela, en ejercicio de sus poderes creadores e invocando la protección de Dios, el ejemplo histórico de nuestro Libertador Simón Bolívar…”.
Así como Pérez Bonalde escribió su Vuelta a la Patria nosotros ahora hemos de realizar nuestra Vuelta a la Constitución.