Es cierto que al cumplir 93 años estoy volviendo a vivir, es decir, que estoy naciendo nuevamente porque he alcanzado la gloria de mantener una mente lúcida y abierta que me permite desandar la intolerancia que pude haber alimentado en mis relaciones personales, los gestos altaneros, maltratos e ingratitudes; la fatua creencia de que por ser intelectual y haber leído a Rimbaud y escuchado a Arnold Shoenberg me obligaba a sentirme superior a mis vecinos. Me reviso constantemente, me miro en el espejo y me descubro necio y vacío de alma y trato de llenarla con nuevas maneras de comportamiento, nuevos impulsos y percepciones mas humanas no obstante haber sido mi vida víctima de un intoxicante autoritarismo que en mi niñez llegó a rozarme convertido en la mano enguantada de Juan Vicente Gómez y luego, a los veinte años, cuando despertaba la intensa luminosidad de Sardio (el grupo de jóvenes escritores que renovó la literatura venezolana), se cruzó en mi camino el general Pérez Jiménez y hoy, bajo el resplandor de mi renacer me agobia otra imposición mas delictiva que política que pareciera estar hundiéndose en su propio pantano. Me he opuesto siempre a la orden militar abriendo la aventura de mi pensamiento, mi secreta urgencia de conocer y transitar nuevos caminos, enfrentar riesgos, acechanzas y oscuras emboscadas, conquistar espacios, descubrir verdades, romper lo establecido y mirar hacia atrás, pero con furia.
De algo me alejo de mi vida anterior: de los dogmáticos y fundamentalistas, del pensamiento único y del índice acusador, del uniforme militar que libera a los pistoleros y encarcela a los que defienden la democracia y las libertades; desprecio a los censores y abomino a los que delatan y se vuelven sombras de sí mismos. Pero entiendo y me duele decirlo y aceptarlo: no nos hemos sabido gobernar y sin darnos cuenta nos hemos estado degradando y desfigurando y mi propósito, ahora que comienzo a vivir de nuevo, no es otro que frenar la contaminación que nos destruye, el autoritarismo que nos devora.
Considero un nuevo empeño: dejar de ser habitantes para convertirnos en ciudadanos. ¡En este sentido, Gustavo Coronel tiene mucho que decir!
En mi vida personal también nazco de nuevo. Mis amigos de Sardio y del Techo de la Ballena desertaron, pero aún siento viva y mía la vigorosa sensibilidad de Elisa Lerner. He vuelto a tocar el milagro de hacer nuevos amigos de gran nobleza y sensibilidad a una edad en la que resulta difícil iniciar nuevas relaciones.
En los espacios de luz que se abren en mi casa sigue reinando mi mujer Belén muerta hace algunos años, pero al cambiarle yo su nombre por el de Soledad me acompaña dulce y silenciosamente ayudada por la generosa y solidaria mujer llamada Lizth Bárcenas que me cuida y ha logrado que yo vuelva a la cocina a reinventar aspics de atún o de salmón, remover las harinas de las tortas de frutas y los manjares; sentirme útil ordenando el menú del almuerzo, disfrazado de pinche de cocina. Además, atiende llamadas, me sirve de asistente y me acompaña diariamente en mis caminatas por las calles vecinas.
Leo obras de escritores modernos, pero también a Séneca, a Cicerón, entre otros y los Sueños y discursos de Quevedo. Al mismo tiempo, trato de escribir con desconcertante lentitud la historia de mi propia vida.
Cuando en los actos públicos coincidimos Rafael Cadenas y yo nos sientan juntos en primera fila para ofrecer la imagen de dos amables reliquias; antiguos, pero inútiles jarrones chinos, los dos patriarcas. Entonces, nos miramos Rafael y yo y sin pronunciar palabra alguna decimos con los ojos: ¡al que nos llame patriarcas le mentamos la madre».
Son muchos los fantasmas y personajes del cine, del teatro, de las artes visuales y de la literatura que rondan en mi cercanía, pueblan la memoria de mis aventuras y me hacen vivir en recuerdos que me obligan a honrar y preservar el esfuerzo que hace el tiempo para convertirse en porvenir.