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¿Viva la República?

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Cada mes de abril la nostalgia tricolor celebra el aniversario de la República, con el mismo seguimiento que la final alevín femenina del campeonato de bobsleigh en Finlandia. Pero de un tiempo para acá, el furor republicano de algunos ministros y de un par de partidos ha conseguido que el debate, que no está en la calle, se instale un poco en las instituciones, alimentado por la presencia de Juan Carlos I en Galicia, al parecer mucho más perturbadora para los españoles que la de Otegi, Junqueras o Txapote.

No hace tanto Yolanda Díaz, en un debate electoral en la televisión gallega, defendió la apertura de un nuevo periodo constituyente y el advenimiento de la Tercera República, lamentando también que en algún momento histórico previo los españoles no hubiéramos disfrutado de haberle cortado la cabeza a un rey. Las cosas chulísimas de Yoli, que hace cinco minutos era una comunista mal vestida y ahora es una comunista bien peinada.

El revival republicano enlaza también con el revisionismo histórico, que es como llama la progresía a la ciencia ficción. Ahí tenemos la brillante Ley de Memoria Democrática de Sánchez, pactada con Otegi, a quien se le amontona el trabajo: los días pares es vicepresidente de Memoria, aunque no recuerde ni un detalle de los 300 crímenes de ETA sin esclarecer; y los pares ministro de Vivienda, aunque su experiencia se limite a las casas cuartel y a los zulos.

El caso es que, como la mentira es tan peligrosa como el olvido, no queda más remedio que aceptar un poco el debate sobre la República, presentada como una Arcadia feliz interrumpida caprichosamente por unos militares fachas, crueles y psicópatas que acabaron con un régimen caracterizado por el bienestar, el progreso y la felicidad.

Y no. Para digerir definitivamente aquellos años, preámbulo de una trágica Guerra Civil entre hermanos, al menos hay que situar correctamente el punto de partida, aceptar los excesos de todos, entender la necesidad de cerrar las últimas heridas y evitar que se abran otras nuevas.

La República, para empezar, ni se votó ni se aprobó: se impuso, sin más, tras unas elecciones municipales que la izquierda no ganó pero se arrogó, tal y como han demostrado con pruebas las investigaciones históricas posteriores más solventes.

Y el Alzamiento no se hizo contra la República, que era el sistema, sino contra quienes la asaltaron para iniciar una Revolución o para conseguir la independencia. Aunque luego todo evolucionó hacia una Dictadura, que fue feroz en los años inmediatamente posteriores al conflicto bélico, en el inicio es infinitamente más preciso decir que los peores enemigos de la República fueron los separatistas, los anarquistas y los revolucionarios y que la respuesta militar fue más contra ellos que contra el Régimen vigente. El propio Manuel Azaña dejó testimonio en el exilio francés de la inviabilidad de la España republicana por culpa de ese pinza nacionalpopulista que, por cierto, se parece mucho a la que hoy conforman Podemos, ERC y Bildu.

España se librará de políticos mediocres, de excavadores de nuevas trincheras y de antifranquistas posmodernos, todos ellos empeñados en jugar la segunda vuelta de la Guerra Civil, cuando acepte con humildad y decencia una secuencia que pone a todo el mundo en su sitio y no es difícil de suscribir:

La República fue un desastre y se impuso a la fuerza, pero se consolidó como sistema legal y legítimo. Todos hicieron barbaridades insoportables durante la Guerra, y a todas las víctimas del horror les debemos recuerdo y reparación, se llamen García Lorca o sean pobres monjitas. Los militares se rebelaron contra los revolucionarios, y ambos al final contra la propia República, incapaz de calmar a los primeros y de frenar a los segundos.

Y los militares, que en principio creían combatir por restituir el orden y acabaron alimentando un terrible fratricidio, fueron incapaces de encontrar una fórmula para devolverle la soberanía a los ciudadanos durante 40 años, pese a esfuerzos de personajes como Don Juan, bastante más activo en la restitución democrática que un PSOE literalmente desaparecido.

No es tan difícil, pues: no existen los buenos ni los malos absolutos, ni en la República fuimos Dinamarca ni se estaba mejor con un régimen autocrático. Y por eso deberíamos defender mejor nuestra imperfecta democracia que hoy, por cierto, vuelve a estar amenazada por los mismos monstruos que devastaron la República.

Artículo publicado en el diario El Debate de España

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