OPINIÓN

Vitrina Venezuela: Somos pobres

por Benjamín Tripier Benjamín Tripier

Por antipático que parezca y para ser realistas, habrá que partir del hecho de que Venezuela es un país pobre pero que puede llegar a ser rico. La definición de riqueza no gira solo en torno al dinero que se mantiene en los bancos ni a la materia prima bajo tierra; se expresa más bien en la capacidad de producir riqueza, apuntalada en educación y formación, capacidad de innovación y tecnología, bienestar individual y colectivo, y recién luego, los recursos naturales.

La verdadera riqueza de las naciones está en sus ciudadanos y en su capacidad de acumular capital intelectual –conocimiento–, así como en un bienestar palpable del entorno que resulta evidente a simple vista y que no amerita la confirmación estadística de que la inmensa mayoría vive bien, con ahorro nacional orientable a la inversión.

Estas son las bases fundamentales para la formación de talentos calificados, con capacidad de adaptarse a la rápida evolución de la tecnología –patentes registradas– y de dominar nuevas técnicas, que le permitan al país incursionar en el mercado regional, primero, y mundial, después, con productos y servicios de alto valor agregado; traduciéndose automáticamente en mejor calidad de vida.

Venezuela no se convirtió en un país pobre de golpe. Desde 1984, durante la denominada “Cuarta República”, entre las clases más altas –A, B y C– la C experimentó una pérdida de homogeneidad y vio nacer una nueva clase media baja, clasificada como C_, bajo la característica de ser escasa, permitiendo su ocultamiento y evitando que sea atacada a tiempo.

Pese a que el país nunca llegó a despegar del todo, fue deprimiéndose en los últimos tiempos; y con la llegada de Hugo Chávez al poder el fenómeno se profundizó, amparado en la estrategia de transferir ingresos a los sectores D y E, que fueron identificados, reconocidos e ideologizados a través de una noción de “conciencia de clases”, pero que nunca salió de la pobreza. Para ellos, si algún sujeto lograba superar esta barrera, de inmediato era convertido en el enemigo “escuálido” y transformado en opositor, quitándole toda posibilidad de surgir, y volviendo a bajarlo a la condición de pobre. Porque ese era el “secreto” del chavismo: fabricar pobres que era lo mismo que fabricar votos.

El líder del movimiento que resucitó y distorsionó a la izquierda venezolana descubrió que el grueso poblacional era un mercado desatendido –contenido en la base de la pirámide de Prahalad y Hart (1998) – y les ofreció altos ingresos durante años, formando una especie de estrato D+ con una importante capacidad de consumo que los acostumbró, por ejemplo, a gozar de ropa nueva, electrodomésticos y hasta sistemas de televisión por cable, sin que por eso perdieran las características estructurales de pobres.

En este apartado, resultará útil analizar dos componentes de bienestar asociados a la manera en que las carencias pueden ser estudiadas, tal como lo considera el Índice Ethos de Pobreza:

El objetivo de las políticas públicas no estaba orientado a apartar definitivamente a estos sujetos de la pobreza, quienes siguieron viviendo en las mismas zonas y bajo condiciones similares sin acceso a servicios de calidad. De esta forma, se colocó la ideología por encima del bienestar y se promovió una filosofía asistencialista, contemplada en el “Plan de la Patria” (del que ya hace años no se habla…), que originó una fuerte dependencia del Estado y derivó en medidas populistas y paternalistas.

Como una especie de síndrome de Estocolmo, subordinando al ciudadano mediante subsidios que crearon grandes distorsiones y descompusieron la estructura institucional. Se perdió un principio elemental: nada es gratuito, todo tiene su precio. Lo que se paga barato hoy, alguien lo pagará aún más caro mañana.

Los sectores A, B y C de la población llegaron a configurar alrededor del 13% de los venezolanos; mientras que las categorías socioeconómicas D y E –asociadas a la clase media baja y pobre–, constituyen el 87% restante, de los cuales más de 3 millones son indigentes. Se trata de indicadores estructurales que no suelen variar con tanta velocidad, por lo que resulta posible que perduren –o quizás se profundicen– por un tiempo adicional.

Venezuela no escapa a la realidad mundial. Desde el punto de vista global, la distribución piramidal de las categorías socioeconómicas se parece mucho a la nuestra, excluyendo a los países más desarrollados cuyas pirámides crecen en los sectores medios. De acuerdo a datos de las Naciones Unidas, de los 7.000 millones de personas que habitan el planeta, 836 millones viven en pobreza extrema, es decir, con menos de 1,25 dólares al día; una reducción en más de la mitad desde 1990, cuando eran 1.900 millones. Si se amplía el umbral a 2 dólares, diremos entonces que más de 2.200 millones de personas viven en la pobreza.

En total, la mitad de los habitantes del mundo, el 52%, vive con menos de 4 dólares, lo que significa que todavía hay 16.000 niños menores de 5 años que mueren cada día, casi 6 millones al año. La brecha de ingresos entre los más ricos y los más pobres está creciendo y la riqueza se está moviendo rápidamente para concentrarse en la pequeña parte superior de la pirámide.

La inclusión no se trata sólo de hablar de los desamparados, de darles subsidios, asignaciones especiales, trabajos eventuales y que sigan siendo pobres, sino de sacarlos de la pobreza impulsando su incorporación a los circuitos económicos de generación de riqueza, de productos y servicios, en el múltiple rol de diseñadores, productores, empleados, obreros y consumidores, para así despertar su potencial y que puedan escalar social y económicamente.

La aspiración de tener una mejor calidad de vida es un sueño universal, y los sectores pobres de nuestro país no son una excepción.

Recibir ingresos, aunque no se trabaje, está bien mientras sea una ayuda transitoria; pero cuando se convierte en una política de Estado genera la cultura del no trabajo y las finanzas públicas se hacen insostenibles. Es evidente y absolutamente necesario introducir una nueva cultura y valores que hagan de las instituciones del Estado organizaciones más abiertas y eficientes, porque lo único que cura la pobreza es el trabajo genuino producto de la inversión privada.

La solución no estará en venderle cosas o ideologías a este grupo poblacional, sino permitirles participar libremente en el intercambio de ideas y posibilidades, a través de conceptos 2.0 basados, por ejemplo, en tecnologías digitales –95% de la población venezolana tiene acceso a telefonía celular– y en la televisión satelital, para que puedan contar con información amplia y no contaminada tanto para saber qué quieren, como para que reconozcan la variedad de oportunidades que cada vez más se les van presentando, a nivel local y global.

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