La llegada de la modernidad a la danza venezolana a principios de los años cincuenta del siglo pasado, supuso un cambio radical en la consideración del arte del movimiento en el país, hasta ese momento orientado por incipientes formas clásicas y gestos tradicionales populares escenificados.
Las primeras evidencias en Venezuela de un lenguaje corporal alternativo, en sintonía con las tendencias mundiales, produjeron extrañeza en las escasas audiencias de la danza e incluso en los propios bailarines, apartados de estos influjos transformadores.
Unas décadas atrás, Caracas había presenciado con ojos reservados a Tórtola Valencia, la bailarina española de danza libre que interpretaba bajo el signo revolucionario de Isadora Duncan y Ruth St. Denis. También al Ballet de Kurt Jooss con su obra La mesa verde, creada en medio de las dos guerras mundiales, portadora de un agudo alegato contra la violencia.
Ambos hechos representan antecedentes lejanos de la danza contemporánea nacional, movimiento que estaría llamado a trascender su propio ámbito y convertirse en referencia dentro del contexto latinoamericano. Las informaciones iniciales traídas por Grishka Holguín sorprendieron a muchos y fueron rechazadas por otros tantos. Significaron, sin embargo, las bases de una actividad que alcanzó sus mayores niveles de desarrollo y diversificación durante los años ochenta y noventa.
La danza contemporánea en si misma resulta compleja de llevar a la dimensión de patrimonio. Surge de necesidades expresivas canalizadas a través de tendencias estéticas específicas correspondientes a un momento concreto. La experimentación y el riesgo buscan influir y transformar, no procuran la inmortalidad y la trascendencia.
Mirar una obra de danza contemporánea con ojos revisionistas, supone no desvincularla de su ámbito originario de creación. Solo así se obtendrá una aproximación justa a sus motivaciones y alcances. Ese ejercicio permite, además, una valoración histórica de sus aportes y sus influjos.
El programa Visionarios. Precursores de la danza contemporánea en Venezuela, presentado en diciembre de 2010 en la Sala Anna Julia Rojas de la Universidad de las Artes, centró su interés investigativo en siete creadores surgidos entre finales de los años cuarenta y principios de los setenta, un tiempo revelador para la danza escénica nacional que conoció posibilidades impensadas de indagación coreográfica.
Cada obra escenificada dentro de este programa tuvo su impulso y su razón de ser particular en el momento de su concepción. Reunidas todas en un mismo espacio, sin mayores énfasis cronológicos, retrataron un tiempo de descubrimiento, desarrollo y diversificación para la danza nacional y su inserción dentro de las tendencias mundiales del arte del movimiento.
Giros negroides, de Grishka Holguín (1959), con reposición de Leyson Ponce y Ezequiel Vásquez, habló de inicios y de una danza que privilegia ante todo el sentido expresivo del gesto. Su referencia anecdótica, así como la claridad y sencillez de su estructura, son características en las que se asienta el valor documental de esta obra.
Con Cuerdas, simple medida. Coreogego, de Sonia Sanoja (1977), repuesta por Claudia Capriles, logró un elevado instante de densidad conceptual y riqueza plástica. Profundo ritual escénico que integra corporalidad genuina con singular sentido poético y escultórico de la danza.
Contornos, de Rodolfo Varela (1968) reconstrucción de Carolina Petit, refirió a ímpetu juvenil y búsqueda inicial dentro del movimiento abstracto. El sentido de esquema, previsto y preciso, guía esta obra, liviana de espíritu y limpia en su dibujo coreográfico.
Solo el cuerpo dispuesto en el espacio y el tiempo sólo interesa a José Ledezma para expresarse. Trazos (1985) remontada por Rafael González, fue un ejemplo sólido de manejo con libertad y exhaustividad del elemento espacial en la escena y de una energía corporal, en este caso masculina, vital e irrefrenable.
Los planteamientos de Marisol Ferrari exaltan impulsos gregarios. Yanomami (1985), reposición de Jacqueline Simmonds, recreó las realidades de un colectivo, donde lo grupal orienta el discurso corporal lleno de referencias que no llegan a convertirse en vocabulario literal ni narrativo.
Moviéndome (1974) de Juan Monzón, puesta en escena de Rafael González, ofreció la esencialidad del unipersonal. Un bailarín en desbandada encuentra, finalmente, un espacio para el sosiego y el regocijo. Una misma frase es repetida en tres tiempos musicales distintos, con diferentes intencionalidades y complejidades.
En el submundo de creencias populares latinoamericanas vinculadas al amor, con sus santos y sortilegios mestizos, penetró Graciela Henríquez en Oraciones (1980), remontaje de Luz Urdaneta. Ceremonial de humor y perversión, que a través del código teatral desarrolla un lenguaje idóneo para su controvertido concepto.
Visionarios aleccionó a las nuevas generaciones y documentó para la historia.