Virgilio Trujillo Arana tenía 38 años. Era un activista indígena, defensor del medio ambiente, perteneciente a una comunidad Hüotüja, ubicada en el municipio Autana, en el estado Amazonas. Desde hace algunos años su rostro se había vuelto reconocible para los periodistas, porque era recurrente en sus denuncias, a pesar de las amenazas que había recibido. De hecho, era el coordinador de los Guardianes Territoriales Hüotüja, que venía informando sobre la presencia y la actividad de bandas armadas y la práctica de minería ilegal en la zona. El 30 de junio, Trujillo Arana llegó a la ciudad de Puerto Ayacucho a bordo de un vehículo. Al detenerse, no solo se apeó él sino también otros dos pasajeros. Estos desenfundaron sus armas y dispararon a la cabeza del dirigente, que cayó muerto al instante.
El de Trujillo Arana no fue solo un crimen: fue una exhibición. Una advertencia a los habitantes del estado Amazonas y a la nación venezolana. Un descarado mensaje que irrumpe para proclamar, con grotesco descaro, que la “invasión silenciosa” del territorio venezolano por parte del ELN, de las ex FARC y de otras mafias armadas, tantas veces denunciada por el líder indígena, no se detendrá. Y que no hay Estado que proteja a la ciudadanía. Y que quien lo intente, recibirá disparos en la cabeza como Trujillo Arana.
El 5 de julio, sin atender a ninguno de los procedimientos que ordena la ley, ni cumplir con la exigencia de una orden que lo justifique, a Alcides Bracho, artista, docente y miembro del partido Bandera Roja, el Servicio Bolivariano de Inteligencia ─Sebin─ allanó su casa y se lo llevaron preso. Se robaron todo lo que encontraron en el lugar, electrodomésticos y otros enseres, incluidos los que pertenecen a sus hijos. A continuación, funcionarios del mismo Sebin ─es decir, violadores impunes de las leyes─ allanaron la vivienda Emilio Negrín, amigo de Bracho pero también presidente de la Federación de Trabajadores Tribunalicios, a quien también se llevaron detenido.
Luego le tocó el turno a Gabriel Blanco, trabajador humanitario, de acuerdo con lo narrado por el Programa Venezolano Educación en Derechos Humanos ─Provea─. Blanco, quien además es miembro de la Alianza Sindical Independiente, fue finalmente detenido el jueves 7 de julio en la madrugada por funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana. Leo en el portal Efecto Cocuyo que también han sido detenidos Alonso Meléndez, en el estado Falcón, y Néstor Astudillo, en Charallave. Además, el partido Bandera Roja denuncia la detención de Reynaldo Cortés, en Guárico.
De acuerdo con lo que hemos presenciado en el transcurso de la semana que hoy termina, es probable que la cantidad de casos se haya incrementado, desde el día en que escribo este artículo ─jueves 7 de julio─. Varios de estos recientes secuestrados son dirigentes sindicales o defensores de los derechos humanos. Huelga decirlo, pero es mi deber insistir: todas estas detenciones fueron realizadas violando los deberes establecidos en la Constitución y las leyes.
Esta relación ─hechos todos verificables─ me sirve de fundamento para volver a esto: el estatuto de la vida en Venezuela sigue en estado de riesgo extremo. Se sigue asesinando a los que intentan denunciar o impedir que las bandas armadas que asolan al país se apropien del botín del territorio y sus riquezas. Se sigue secuestrando y desapareciendo a los que reclaman sus derechos o defienden los de otros. El régimen de represión sigue campante, acompañado del silencio de alacranes y colaboracionistas. Hay un activismo, por ejemplo, contra la tala de árboles o a favor del respeto a las leyes de tránsito (ambos necesarios, sin duda), pero un llamativo silencio con relación al régimen que secuestra y tortura.
Aunque su temario es mucho más amplio, y “se centra en los últimos acontecimientos relacionados con los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, el Estado de Derecho y el espacio cívico, y el nivel de aplicación de las recomendaciones correspondientes emitidas anteriormente por la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos (Acnudh)”, y que el período de observación abarca el año transcurrido entre el 1° de mayo de 2021 y el 30 de abril de 2022; lo que el más reciente informe de esta instancia de la ONU (junio 2022) viene a decirnos es que, en lo sustantivo, el Estado represor, el Estado violador de los derechos humanos, el Estado que ejerce la violencia en contra de sus ciudadanos, y que hace posible la indefensión total de las personas ante los poderes delincuenciales, sigue avanzando de forma irremediable.
El informe anota algunos cambios que acoge como positivos ─como la disolución de la FAES─. Pero estos no son más que mínimos simulacros: desaparecida la FAES, opera el Grupo de Operaciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana, con los mismos métodos ─encabezado por la nocturnidad─, el mismo desprecio por la ley, la misma condición de impunidad plena, el mismo modo operativo que consiste en robar las viviendas de las víctimas, la misma intimidación sobre la familia, la misma complicidad y protección de los poderes públicos. La rueda que aplasta las vidas de las personas sigue su molienda impasible, mientras la lucha por la vida, la lucha contra la tortura, la represión y el ejercicio desproporcionado de fuerza en contra de los ciudadanos indefensos, sigue siendo la causa de unos pocos. Lamentablemente, de muy pocos.
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