Hace un par de semanas tuve el honor de participar en un cine foro sobre Araya, organizado por la Fundación Margot Benacerraf y el Trasnocho Cultural, donde compartimos con un panel de expertos: Inés Quintero, Luis Alberto Lamata, Alexandra Cariani, Trino Márquez, Alfonso Molina y José Pisano.
Cada uno expuso motivos y razones por las cuales seguimos hablando de la mítica película que ganó el premio de la crítica en el Festival de Cannes de 1959, codeándose con la élite del cine mundial de autor de aquel entonces.
Resultó la historiadora Inés Quintero que nunca ha sido fácil para una mujer abrirse camino en el mundo cultural de Venezuela, y menos en la época que descubrió la irrupción de Margot Benacerraf, después de la segunda guerra mundial y en pleno tiempo de dictadura.
Sostengo que es un filme que no solo inaugura una forma de escritura moderna para nuestro cine de no ficción, sino que además supone un estreno emblemático del nacimiento de la democracia en el país, inspirando a la generación de relevo.
De hecho, los ecos de Araya resuenan en la contemporaneidad de largometrajes del milenio como Hijos de la sal de los Hermanos Rodríguez, Érase una vez en Venezuela de Anabel Rodríguez, Madame Cinema de Jonathan Reverón, La Caja de Lorenzo Vigas y el libro La sal de ayer de Diego Arroyo.
Araya es un prototipo del cine venezolano, y como tal, ha generado innumerables réplicas, derivados, reportajes, estudios, documentales, tesis, teorías y remakes no oficiales.
Hemos tenido la suerte de entrevistar a Margot Benacerraf, para entender que Araya no es un documental, sino un trabajo de creación y diseño de personajes con un hilo conductor en la realidad de un contexto, al que se honra y reconstruye con el amor que predica la autora.
Afirma Luis Alberto Lamata que rodar en Araya, en las condiciones del pasado, no ha debido ser tarea fácil, menos lograr inscribir la película en el certamen más prestigioso del planeta.
Es que la singularidad de Araya traspasa fronteras, deviniendo en ejemplo de una narración universal, cuyas imágenes acompañan un texto literario, perfectamente interpretado por un joven José Ignacio Cabrujas, maravilloso en su papel de “voz de Dios”, que pasa de la tercera a la primera persona, en un gesto de reflexión de arte y ensayo.
Para Trino Márquez y Alexandra Cariani, el subtexto de la cinta es conmovedor en su tono de elegía de una Venezuela que ya no existe, que daría pie a la industrialización y posteriormente a la ruina, al desierto que avizora Margot, quien dialoga con sus amigos del boom, en la idea de replantear las estéticas de LATAM, desde un realismo mágico al límite de los sueños y las pesadillas.
Araya cumple el deseo de Marta Traba, una de las críticas indispensables del continente, de mirar a América con ojos de escrutinio y profundidad, sin renunciar al arraigo de la identidad local.
Benacerraf toma el objetivo, el lente para registrar la poesía de un triste trópico, según un enfoque de estricto respeto por los ambientes, los seres y los espacios.
Explico que Araya pertenece al idioma de la observación, y que tranquilamente anticipa los cuerpos de obra de Frederick Wiseman y Agnés Vardá.
Por igual recuerdo que la película reconoce las influencias del neorrealismo italiano, específicamente de La Tierra Trema de Luchino Visconti, un espléndido filme de pescadores.
Por cierto, la escena de la pesca en Araya es un prodigio técnico y conceptual, desde la salida de los pescadores al amanecer hasta su regreso con las redes que limpiarán, salarán y distribuirán en familia.
En Araya, a pesar de la adversidad del entorno, no hay asomo de explotación, miserabilismo y pornografía de la miseria, del dolor de los demás.
Por el contrario, la cámara dignifica a los pobladores de Araya, tal como aseguran mis amigos del panel.
José Pisano revisa las calidades cinematográficas de la pieza, brindando información que ayuda a la comprensión del evento que es Araya.
Sus planos revelan composiciones de encuadres pictóricos, que riman con el rigor de Eisenstein, de Dovzhenko, de Flaherty, de Ivens.
Impresiona el ritmo de montaje, adelantado al de una edición de vanguardia que capta la esencia de una maquinaría humana en plena combustión, al calor de un sol apabullante.
Los movimientos son acompasados y apenas perceptibles, verdaderos desafíos técnicos que exponen la destreza de la cámara, para filmar en paneos, sobre botes y en grúas.
Le digo a los chicos que la analicen, cuadro a cuadro, para valorar un método que sabe contar una historia, con buenas tomas y un mejor texto.
Araya se constituye de imágenes del silencio, de rutinas minimalistas y abstractas, que conquistan corazones y mentes.
Imagino cómo se sorprenderán en el futuro, cuando descubran la secuencia en el cementerio, con unas entrañables mujeres que hacen una corona de conchas de mar, en tributo a sus fallecidos.
Con su arco dramático poderoso, Araya resume el destino de la existencia, entre la vida y la muerte, que es del propio cine. Pero también admite la esperanza en la resurrección.
De ahí que Araya renazca en nosotros, cada vez que la proyectamos y la contemplamos.
Marta Traba dice que una sociedad sin memoria, es propensa al arrase cultural, al olvido y a la decadencia.
Sigamos manteniendo calientes los brillos de Araya.
No hay que buscar muy lejos un modelo de éxito, para comenzar a producir en Venezuela.
Tenemos uno cerca en Araya.
Déjense traspasar por su paleta impresionista de Armando Reverón, revisitada por la subjetividad inmersiva de Margot Benacerraf.