La caída del muro de Berlín simbolizó el fin de una época de enfrentamientos políticos, económicos, sociales y militares atizados por ideologías radicalmente opuestas y perniciosos efectos propagandísticos. La Guerra Fría había comenzado al término de la Segunda Guerra Mundial, acentuando las diferencias palpables entre la democracia occidental y el estatismo totalitario –inspirado en el stalinismo dominante en la URSS y en sociedades del oriente y el África tribal encauzada hacia una supuesta autodeterminación–, por una parte, y por la otra el capitalismo como sistema socioeconómico sustentado en la propiedad privada de los medios de producción, en oposición al comunismo doctrinario que sostiene la primacía del Estado planificador, emprendedor y distribuidor de bienestar a una población subyugada y sin libertad de elegir. LA OTAN fue creada por Estados Unidos en 1949 con el propósito de frenar la avanzada soviética en la vieja Europa. A su vez, el bloque soviético se afianza en el Pacto de Varsovia de 1955, con lo cual se sostiene un singular equilibrio de poderes que igual enfrentó las crisis de alcance global que se conocieron a partir de la primera mitad del siglo XX –entre ellas, la del Canal de Suez o la guerra del Sinaí de 1956 y la de los misiles cubanos de 1962–. Entre otras cosas, lo que caracterizó aquel tiempo de la humanidad, fue la acalorada competencia de los bloques antagónicos que aspiraban influir decisivamente sobre el acontecer político en América Latina –destaca la Cuba de Fidel Castro o la punta de lanza del despropósito soviético mediante un artero y por demás fallido, aunque tremendamente perturbador, ejercicio de la violencia armada en Centro y en Suramérica–.
Los sucesos de noviembre de 1989 en Berlín fueron motivo de optimismo para el mundo libre, cuyo contraste iba a ser el desasosiego provocado por el estruendoso fracaso del comunismo real en los países del bloque soviético. No fue aquel el fin de la historia como diría Fukuyama, ni cesaron las pretensiones hegemónicas de ciertos movimientos totalitarios –aunados a sistemas agonizantes, pero al fin y al cabo sobrevivientes a los tiempos, como el caso cubano–, pero no por ello dejó de ser un hecho esperanzador. Vientos de cambio –winds of change– a cargo de Scorpions –la banda alemana de rock–, fue una de las expresiones del referido alborozo –los cambios que observó el grupo en sus giras en la URSS, inspiradores de la canción en comentarios–. En Leningrado, el puerto ruso sobre el mar Báltico que felizmente volvió a su histórica denominación de San Petersburgo, se dará un concierto de la banda en 1988, del que el guitarrista Rudolf Schenker recordará con serenidad: “queríamos mostrar a los rusos que una nueva generación de alemanes surgía y que, esta vez, no acudía con tanques y armas a hacer la guerra, sino con guitarras y baladas de rock and roll, trayendo un mensaje de paz”. Si algo necesita nuestro mundo actual, envuelto en guerras devastadoras –la de Ucrania que no cesa ni tiene sentido alguno y últimamente la desatada en la franja de Gaza, donde la primera víctima de los imperdonables excesos y del terrorismo impuesto por un partido armado, ha sido precisamente el pueblo palestino que decididamente quiere vivir en paz consigo mismo y con sus vecinos–, también subyugado por regímenes totalitarios sustentados en el crimen de lesa humanidad para con sus nacionales, es precisamente una palmada de aliento y un motivo de optimismo de cara al futuro.
En la Venezuela de nuestros días aciagos, hoy más que nunca soplan vientos de cambio. El pueblo venezolano, como decía Mario Briceño Iragorry, “…dura más que aquellos que lo explotan y lo oprimen…”. Por ello afirmaba con convicción que ese mismo pueblo “…ha aprendido su lección…”. Si aquellas frases afortunadas de nuestro insigne historiador, fueron válidas a inicios de la década de 1950, hoy más que nunca adquieren resonancia y vigencia práctica. Y la realidad y actualidad que entrañan esas palabras, tienen que ver con el resurgimiento de una esperanza y de una convicción democrática que allana el camino idóneo y civilizado para salir de la crisis que nos envuelve. Se trata en esencia de la voluntad manifiesta de retomar la vía electoral, pero además de exigir condiciones sustentables en la vigente constitucionalidad y legalidad, que garanticen la transparencia del proceso y ante todo el absoluto respeto a la voluntad popular. Esto último se opone radicalmente a la infame propuesta de algunos opinantes, que inadmisiblemente sugiere someter los procesos electorales –las primarias válidamente convocadas por el pueblo venezolano y las generales previstas para el próximo año–, a los dictámenes y despreciable narrativa –la fraudulenta inhabilitación política de candidatos con plenos derechos– inventada por quienes han destruido la institucionalidad del país y el sosiego social. Cuando se trata de la ética en el comportamiento y de la constitucionalidad de los procesos en marcha, no puede haber medias tintas –los principios ni se renuncian ni se negocian–.
Las elecciones primarias han sido –contra todo pronóstico tanto del régimen como de la simulada oposición que ha venido moviéndose con intenciones de implosionarlas– un hecho político de enorme impacto en la vida del país. El comportamiento cívico y ante todo muy digno de los integrantes de la Comisión Nacional de Primaria es merecedor de reconocimiento y aplauso. También el de los candidatos inscritos que han recorrido el país con el propósito de animar a la gente común, de compartir visiones y propuestas de cambio con una población mayoritariamente ansiosa de renovación política, económica y social. En otras palabras, ya las elecciones primarias han hecho historia en Venezuela –que lo digan las ostensibles concentraciones populares que se han producido a lo largo y ancho del país, tanto como los sondeos válidos de opinión–, y ello no puede ignorarse, menos aún trastocarse con subterfugios inicuos de quienes todavía pretenden desconocer sus efectos.