Amanece y con el primer rayo de sol que se asoma a mi ventana se asoma también una luz de esperanza y sonrío y me digo que todo va a mejorar, que el país volverá a ser y el falso verdor impuesto por la satrapía “bolivariana” perecerá. La sonrisa no revela cómo van a modificarse y a enaltecerse las conductas políticas; tampoco cuáles van a ser los caminos que tendremos que emprender para recuperar la dignidad perdida bajo el socialismo irritante y equivocado que ha estado lacerando nuestros afligidos cuerpos y asfixiando nuestras ideas y ávidos pensamientos de libertad.
Pero al advertir mi sonrisa, la mañana resplandecerá y asumirá su verdadera naturaleza de luz fresca cuyos únicos componentes son la pureza y la promesa de un futuro amable, no sujeto a corrupción alguna. Y la sonrisa se volverá beatitud y aire angelical. Y el país iniciará lentamente su transfiguración, renacerán las ciudades y restañarán las heridas causadas por la intolerancia despótica y la vida encausará su recuperado torrente.
Pero, contrariamente, hay veces en las que la luz que se anuncia es gris, apagada y triste y en lugar de la sonrisa cuelgan de la ventana lágrimas de desventura. Entonces, la incertidumbre nos ahoga y nos niega la posibilidad de iniciar una aventura democrática, libre y alejada de la vulgar altanería del narcotráfico; obstaculiza el saber qué hacer, el cómo sacudirnos y enjuiciar al crimen y a la crueldad militares. Aprender nuevamente a vivir, a reconocer nuestros propio pasos y detectar y saber descubrir las pisadas sobre la hierba que dejaron quienes estuvieron antes que nosotros. Es decir, deshacernos de la falsa historia que han querido imponernos desde que apareció Hugo Chávez para anular nuestro pasado y armados de la verdad volvernos a llamar con nuestros propios nombres, volver a colgar los retratos de nuestros abuelos y lograr que la estación del metro Parque del Este llamada Miranda recupere su toponimia original con todo el respeto que nos merece el único venezolano universal.
La sonrisa es la vida, pero las lágrimas de desventura prefiguran los pliegues del sudario que cubre el rostro de los difuntos. El lienzo, la mortaja que en Ítaca espera a Ulises mientras Penélope deshace en la noche lo que teje durante el día.
La vida es el aire que respiramos, el agua que fertiliza la tierra, el árbol que crece muy alto y permite que el verdor de su copa alterne con las nubes siempre en viaje. Pero ellos llevan consigo la disolución y la Muerte y dejamos de respirar y es como si el agua en exceso nos arrastrara en la inundación, pereciéramos en la catástrofe y cayera sobre nosotros el árbol herido por el hacha del leñador o nos aplastara golpeado por el rayo. La vida también es muerte. Se dice de ella que es hija de la noche y hermana del sueño y el llanto que lanzamos al nacer cuando culmina nuestro primer rito de iniciación anuncia a la muerte que acaba de instalarse a nuestro lado y será la sombra que a partir de ese instante no dejará de acompañarnos donde quiera que vayamos o permanezcamos hasta que Átropos, con sus tijeras de oro corte a su antojo el hilo que nos ata a la vida.
Para algunos, la muerte no solo debería alegrarnos sino que tendríamos que mirarla y esperarla con los ojos abiertos porque ella nos conducirá a un nivel mas alentador que éste que nos ha ofrecido la vida que creemos vivir.
Pero si toca a mi puerta sin haber logrado deshacerme de la tiranía que me abruma abandonaré este mundo de hostilidades con lágrimas de desconsuelo y sin saber cuál va a ser el destino del país que dejo en plena agonía.
Por eso miro cada mañana la luz que se asoma a mi ventana y anhelo que la hija de la noche se equivoque de ventanales y me permita prolongar mis desesperados deseos de libertad e inquebrantable empeño de redención; que haya verdadera luz y no la ridícula claridad que ilumina de pronto mi entendimiento, el vulgar “bombillo” que se enciende y me hace comprender el libro que estoy leyendo; que brote el auténtico verdor, la promesa cierta de una caricia escapada del Palacio de Gobierno, el alivio de poder recuperar la nobleza y la dignidad que creíamos perdidas y celebrar que han dejado de existir los militares y la Guardia Nacional; que Jaime Bayly se encuentre en el país y la estación del Metro vuelva a llamarse Parque del Este.
No soy político de oficio; soy apenas un modesto hombre de cultura y carezco de la habilidad o experiencia para deshacerme de los actuales y mediocres mandatarios, pero creo sin embargo que la mayor equivocación e inadvertencia de nuestra indecisa oposición política ha sido la de no haber entendido o aceptado que los que gobiernan no son políticos honorables sino delincuentes que tratamos con inmerecida consideración y no con la mano dura e indisciplinada que se merecen. Algunos insisten en mantener diálogos imposibles con un régimen que se burla de los diálogos y de nosotros y hay quienes pretenden seguir alimentando con votos electorales a una zozobra que constituye un permanente peligro para el esquifo que somos pero que, no obstante, se aventura en el proceloso mar por donde navegamos.