John Ford patentó la imaginería del western crepuscular en Un tiro en la noche, desmontando la concepción heroica y granítica del pistolero del viejo oeste. Después del holocausto y en pleno apogeo de la paranoia bipolar, la poesía del cine renunciaba a imprimir las leyendas de la mitología clásica, exponiendo el fin de una era de relatos modernos. Antes Billy Wilder se despidió de la fantasía del primer Hollywood dorado en la recreación funeral de la decadencia de Gloria Swanson, Erich von Stroheim y Buster Keaton.
En la meca, tras la caída de la bomba, desfilaban estrellas zombies por la alfombra oscura de Sunset Boulevard. Más tarde, el Oscar reconoce el fin de su andamiaje arquetipal y estético, al conceder el premio de la academia a Midnight Cowboy, una de las cumbres de la década en el perfil alterado de las narrativas canónicas.
Los setenta asumen la épica del desencanto, desde el Marlon terminal de El Padrino hasta el Brando suicida de Apocalipsis Now. El horror era un tremendo negocio para una fábrica ya no de sueños americanos sino de pesadillas y tragedias dantescas.
Los ochenta y noventa amplían el espectro en la destrucción cínica del aparato de entretenimiento. Monstruos, marcianos, mutantes y terminators vienen a romperlo todo, anticipando la pornografía hiperreal y catódica del terrorismo del milenio. En paralelo, Clint Eastwood volvía al ruedo con una serie de metáforas del mundo en declive.
Al caer las dos torres, el planeta vivió horas de conmoción y shock, buscando alguna explicación en el bucle de unas torres demolidas. Ahí terminaron algunos cimientos de la civilización. La mediática no sabía cómo responder. La industria tampoco. Pero existía un club secreto con un plan y millones de fanáticos. Ellos formaron uno de los equipos extremos del siglo XXI. Una nueva generación de superhéroes había nacido para contrarrestar los efectos psicológicos de Al Qaeda. De Peter Parker en adelante, Marvel y DC se ocuparon de curar los traumas de millones de espectadores superados por el miedo al próximo ataque de Bin Laden, al siguiente tiroteo, a la última matanza sin sentido.
Crecimos en la certeza de conseguir salvación y redención, como prole, frente al espectáculo de los Vengadores, los cruzados de nuestra religión cinéfila. En cuestión de una década, la tendencia maduró a la velocidad de los éxitos de taquilla y crítica. Por consiguiente, el crepúsculo alcanzó a los héroes de nuestra historia contemporánea. Vamos a verlos desfallecer y resucitar en las próximas líneas.
El falso entierro de Superman
La muerte de Superman es un fake news de la industria del cómic. Pero conviene detenerse en ella, unos párrafos, antes de continuar. El no asesinato del hombre de acero se plasma en 1993, como gimmick y gancho comercial de una edición impresa de un altísimo tiraje. Todavía lo venden en los Comic Cons del mundo.
La falsa despedida del hijo consentido de Kripton comprendía un obvio ardid publicitario, cuyo objetivo era solventar los apremios financieros de la DC. Los noventa fueron criptonita para la impresión de la liga de la justicia en papel. Por ende, la estrategia de supervivencia se concentró en forzados rituales de sacrificio e inmolación de los mártires clásicos encapotados.
En 2016, Zack Snyder adapta el mismo patrón para su intento de resucitar al ángel guardián de Metrópolis, obligándolo a luchar al lado del Caballero Oscuro en contra de un monstruo, sin identidad y personalidad, pésimamente acabado en CGI. Aquí los efectos especiales conspiran secretamente para arruinar el funeral solemne y demagógico del distante Clark Kent de Henry Cavill, con quien cuesta empatizar de entrada.
La depresión, de caras largas y ceños fruncidos, impregna el contenido de aquella fallida pieza donde lo mejor radica en figurar el hundimiento de Superman, al que Batman sueña como el dictador de un no futuro. En presente las gestas y las misiones de salvación de Man of Steel caen mal en la opinión pública, al punto de que lo llevan directo a la suprema corte.
Convengamos que la ruina moral del arquetipo resume el hastío y el agotamiento del milenio ante la impostura mesiánica de los líderes nacionalistas, carismáticos y populistas. En consecuencia, la redención de Superman envolverá su suicidio estético, sacrificándose por el universo que lo desprecia y condena. Domsday le rompe el pecho, emulando al Van Helsing que ansía clavarle su estaca afilada a Drácula.
Si hay algo interesante en el filme de Snyder es su descarnada representación de la iconografía gay de la pintura contrarreformista. La latente tensión homosexual genera el entierro y la inevitable resurrección de Superman en la secuela. Porque no nos llamemos a engaños. A pocos minutos de darle santísima sepultura, la tumba empieza a moverse. Es que, al final, ¡ni permiten que los fanáticos hagan y elaboren su luto en paz!
La muerte del escepticismo y el nihilismo en Logan
El lobo estepario, de la Casa Marvel, surgió en un laboratorio de experimentos de ciencia ficción. En sus orígenes fue un clon canadiense de Frankenstein con un esqueleto de Adamantium, el poderos fluido que corre por sus huesos y que lo hace indestructible.
Posteriormente, Guepardo protagoniza un episodio Yakuza que refrenda su carácter solitario e independiente ante los designios de las corporaciones que pretenden manipularlo.
Como el Prometeo moderno, Wolverine enfrenta a sus creadores de su visión distópica en un mundo de hombres lincántropos que se canibalizan por el control del universo. Pero la nausea, la enfermedad y las heridas de batalla han calado hondo en su ser.
En el definitivo tercer capítulo cinematográfico de su saga, Gambito es el último espécimen y eslabón de su manada mutante, en un planeta devastado y posapocalíptico que ostenta el paisaje desértico que estudió George Miller en Mad Max, que analizó Olivier Mongin en El miedo al vacío y que compone el réquiem de la poética del lejano oeste.
Allí ha ido a morir el arquetipo del cine de superhéroes, el malestar del sujeto que se sacrificó por los demás obteniendo la nada a cambio.
Los geeks me hablan, como si la gran cosa, del existencialismo de Toy Story. Es de suponer que sufren de alzheimer o de memoria selectiva, olvidando que Lobezno reescribe al Camus más desesperado, específicamente, al Clint Eastwood de Los imperdonables en la mejor película de James Mangold, después de Tierra de policías, que es el retiro fúnebre de Rocky.
Logan explora el tabú de la vejez y el abandono del otrora salvador de la humanidad. Alcoholizado y trastornado, como un veterano de guerra, las cicatrices del mártir van cubriéndole el cuerpo como estigmas y bocas abiertas que ventilan un alma rota en un cuadro de Caravaggio.
Durante los primeros lances del filme, el protagonista debe emplearse en el cuidado del profesor Charles Xavier, que se extingue por igual en un irreversible proceso de degeneración.
La llegada de una niña misteriosa, que habla en un extraño acento latino, rompe con la rutina que se establece en el geriátrico de Emilio Garra, cuyas cuchillas salen con la dificultad de quien padece la disfunción eréctil en la crisis de la mediana edad.
Pronto sabemos que la chica X23 es un clon de Logan que despierta sus instintos paternales, en la fase familiar, de sitcom y road movie inspiracional de Win Wenders, que adopta la película en el segundo acto.
Por el clima y el desplazamiento, es lógico pensar en el ánimo de recorrer las rutas y los caminos de Alicia en dos ciudades y París, Texas.
El jinete pálido cabalga limusinas frías que resemantizan la sordidez atmosférica de Taxi Driver y del thriller fantasmal Collateral.
El contrato del guion decide que Logan se aferre el mundo, que odia, por el compromiso de educar a una clásica “niña salvaje”. Educar es un decir, porque Gambito la enseña a heredar los genes y la sangre del rey lobo que debe suceder en el trono.
Ambos estrechan lazos en una contienda gore que busca mutilar las garras de la censura y las órdenes represoras del sistema corporativo que los agobia, que los persigue con mercenarios y señores de la guerra.
James Mangold y el actor Hugh Jackman plantan un desafío subliminal al profiláctico e higiénico universo Marvel que pretende bajarles línea en la concepción edulcorada de los relatos. Por eso, Logan jamás traiciona su idea, erigiéndose en una de las películas más anómalas, libres y radicales en la historia de los súper héroes en el cine.
El tercer acto concluye con una reflexión metaliguística que despeja la rabiosa conciencia del libreto. Wolverine confronta a un espejo descerebrado y maquinal de sí mismo, a un Blade Runner con la imagen de Logan en un espacio de refracciones y dobles que es retrato del destino desviado de la industria del cine de vengadores; de una fábrica de mutantes y robots que matan pero no sienten.
Para aniquilar a su némesis, que es el villano Looper del epílogo, el personaje tiene que inmolarse para destruir a su falso imitador que amenaza con dominar y reinar en el bosque de la matriz. El cumplimiento de la misión redentora permitirá que la prole se regenere y renazca, anteponiendo el altruismo, el amor prójimo, al interés especulativo de la conjura de las máquinas y los científicos.
El lobo vence a su replicante con la ayuda de su verdadera descendiente. El licántropo se apaga con otra estocada, de cazador de vampiros. X23 lo entierra en una escena iconoclasta que cambia una cruz por una equis. El gesto reniega de la tradición crística que caracterizó al sepelio de Superman, anunciando el funeral de Iron Man en otro lugar apartado de los camposantos ortodoxos.
A Wolverine lo resucitan sus apóstoles mutantes. A Tony Stark lo auguran reencarnar los Avengers que sobrevivieron a la hecatombe de “Endgame”. Ninguno de los dos asegura volver en una impostada escena postcréditos. Críticos y fanáticos del concepto original podemos dormir en paz.
Al proyecto maltusiano y extremista de Thanos, Iron Man y Lobezno responden no con el progresismo de la agenda tecnofóbica y ecológica de los hippies de Washington, como Al Gore, sino con la restauración de una vocación patriarcal y liberal por hacer bien, en provecho de causas nobles, valores occidentales y principios americanos (el melting pot, por ejemplo, que diluye el titán loco).
A los superhéroes muertos todavía los estamos velando y llorando. Hoy son como santos populares del culto laico más rentable del cine. Por tanto, fuera de cualquier venta de humo, Logan pertenece a un cementerio de zombies, de muertos en vida que retornarán cuando la corporación Marvel así lo decida. Es su bendición y maldición.