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¿Víctimas o cómplices?

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¿Por qué será que en América Latina los dirigentes políticos no hacen uso de su poder irrestricto sobre la burocracia para promover el interés común? Con frecuencia los jueces, fiscales, inspectores y otros funcionarios que abusan de sus cargos no son sancionados como corresponde. ¿A quién se culpa de estas deficiencias? A los políticos, por cómplices, y a la ciudadanía, por elegirlos. Sin embargo, atribuirle la causa del problema a cualquiera de estos grupos es buscar la fiebre en las sábanas.

Lo cierto es que los funcionarios saben qué se espera de ellos y son conscientes de que corren el riesgo de ser castigados por sus jefes políticos si no satisfacen sus expectativas. Estas sanciones se aplican mediante el uso de herramientas de presión e incluyen la capacidad de eliminar un departamento, cortar sus fondos, destituir al funcionario o incluso retirar los beneficios otorgados a sus familiares.

Los funcionarios pueden ser, por lo tanto, presionados, no solo para el bien, sino también para favorecer los intereses personales y partidistas de los dirigentes políticos. Es innegable que esto último es inapropiado, con lo que regresamos a la misma conclusión: los políticos cargan con la culpa por no usar su poder para el bien común. Sin embargo, en esta conclusión se pasa por alto que también los políticos son, a su vez, presionados.

En cualquier sistema político, alcanzar y conservar el dominio depende de la capacidad del dirigente para mantener el apoyo de una coalición de colaboradores, en su mayoría patrocinadores económicos, militantes y politiqueros. Estos respaldan a quien esté dispuesto a proveerles de beneficios. Es decir, en cualquier caso, para obtener y conservar el poder, los dirigentes políticos necesitan emplear todos los medios a su disposición para tratar de cumplir las expectativas de sus colaboradores.

Así, la existencia de herramientas constitucionales que permiten presionar a los funcionarios, como efecto dominó, motiva que los colaboradores fuercen a los políticos a utilizarlas como instrumentos para producir favores. De no proceder así, estos últimos se arriesgan a perder apoyo frente a un rival más dispuesto a complacer.

Si el único objetivo fuera el interés común, los colaboradores deberían compeler a los políticos a obrar correctamente. Sin embargo, son conscientes de que, si se protege la imparcialidad del funcionariado, las medidas gubernamentales resultantes a menudo chocarían con sus intereses particulares, por lo que prefieren influir en ellos. Al considerar esta realidad, se entiende por qué es inusual que un político esté dispuesto a renunciar al uso de tal influencia o que un candidato, aunque lo desee, pueda competir exitosamente contra un adversario cuya prudencia le desaconseje privarse de dichas ventajas.

En este ambiente, las promesas políticas de defender el interés común pierden su credibilidad. En contraste, las de distribuir «favores» ganan confiabilidad. Por esto, aquellos con la necesidad de velar por sus derechos o de proteger su quehacer contra la ineludible injusticia gubernamental a menudo colaboran, en el plano electoral, con alguna agrupación política de la cual esperan obtener privilegios. Como resultado, los partidos políticos se tornan máquinas clientelistas, y así se refleja en sus candidatos y dirigentes.

Este sistema —compuesto por constituciones que les adjudican a los dirigentes políticos las herramientas con las que practicar la coerción dentro del gobierno— afecta a toda la sociedad: el funcionario puede ser empujado a participar en esquemas corruptos que apoyan a sus jefes políticos; el dirigente político ha de estar dispuesto a administrar el Estado como un botín en beneficio de sus colaboradores; y los ciudadanos, a menudo sin una alternativa práctica para resguardar sus asuntos, se ven obligados a arrimarse a políticos (o a sus coagentes) dispuestos al clientelismo o el soborno.

Bajo un sistema injusto, muchas acciones derivan del interés de proteger los derechos y el bienestar personal, no de la falta de valores. Esto explica que haya tantos ciudadanos que adoptan prácticas, como el clientelismo, que vulneran ciertos valores. La mayoría simplemente está pensando en su legítimo derecho de abrir un negocio o de proteger su puesto de trabajo, su familia y, en definitiva, su propio confort.

Es cierto que toda persona conserva la capacidad de elegir entre el comportamiento íntegro o el corrupto. Pero ambas conductas pueden ser reforzadas; además, el sistema actual premia la corrupción y castiga la integridad. Analizados los hechos, se puede afirmar que la presencia de tantos políticos y funcionarios que actúan de forma indebida en América Latina constituye un síntoma cuya causa principal es la actual estructura gubernamental.

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