Cuando leemos nuestra historia, y me refiero a toda desde la llegada de los españoles al continente, vemos que uno de los grandes flagelos que ha sufrido nuestra amada tierra es el de la corrupción.
La tan mencionada “viveza criolla” se extendió a tal nivel que, desde hace mucho tiempo, corroe los cimientos de la moral pública. Y no solo es el caso de Venezuela sino de gran parte de la América Latina, es una sombra que nos persigue en todo momento y en todas las etapas.
No obstante, tenemos que seguir luchando en contra de la corrupción, el pillaje y de los sinvergüenzas que la ejecutan. Todos tenemos que hacerle frente a esta pesadilla que en los últimos 20 años se acrecentó y se multiplicó.
Como les dije, la corrupción es de vieja data; sin embargo, a lo largo de estas dos décadas de desgobierno socialista, los corruptos pasaron de ser excepciones y acciones aisladas a transformarse en un tinglado con ramificaciones en todas las estructuras del Estado.
Ya no se trata del policía que pide “para los refrescos” y exonerar a un conductor de una infracción de tránsito, ya no se trata de la secretaria o funcionario que pide una comisión para agilizar un trámite gubernamental. Ni siquiera se trata de las comisiones, más elevadas, de algunos ocupantes de altos cargos para la entrega de un permiso o la adjudicación de un contrato, ¡no!
Con el régimen actual la corrupción se ha institucionalizado, transformando la moral pública y los estándares de valores, propugnando la nueva realidad caótica donde estamos sumergidos todos y cada uno de los venezolanos.
Y lo más terrible de todo es que esta neocultura de corrupción no solo es achacable a los enchufados del régimen, a pesar de que estos poseen un máster en la materia, sino que pareciera que permeó hasta las filas de los demócratas.
Lo que está ocurriendo con los miembros de la Comisión de Contraloría de la Asamblea Nacional, y los distintos señalamientos que pesan sobre algunos diputados, debe ser tomado con seriedad y analizado con el peso correspondiente.
Al igual debemos reflexionar sobre lo ocurrido con la salida de Humberto Calderón Berti de la Embajada de Venezuela en Colombia, un hombre probo, eficiente, recto y moral que inició una auditoría en una empresa venezolana en aquellas tierras, caso de Monómeros, lo que aparente y sorpresivamente trajo su sustitución.
Ojalá sea cierta la frase dicha por el presidente interino de Venezuela, Juan Guaidó: “No vamos a tapar los delitos de nadie”. Solo espero que sea así y que no se quede solo en palabras o en tapadera para los compañeros de partido y amigotes. Lo que nos estamos jugando es mucho más grande que todo, es la felicidad y el porvenir de Venezuela, y no podemos permitir que unas manzanas podridas echen todo por la borda.
P.D: Cada venezolano debe defender la moral pública en esta Venezuela y en la que está por venir.