Escribo desde una ciudad vaciada, vacía. En el centro urbano aparecen pequeños grupos de turistas con zapatillas de goma, pantalones cortos y mochila, pero en los barrios residenciales, aplastados por la resequedad y el calor, se escucha el más pequeño craqueo de las ramas amplificado por el silencio absoluto y el desierto de sus calles. Madrid siempre ha sido así en agosto. Pero esta vez es distinto, el vacío es más intenso. Ni Dios está en las iglesias. Después de las elecciones generales del 23 de julio, mucha gente anticipó su vacación y todo el mundo se lanzó ansiosamente a las playas y a la montaña, como escapando de un año político que ya tenía demasiado tiempo absorbiendo la atención. Era necesario desconectarse, cambiar de ambiente, romper la rutina, renovarse.
El viaje responde a una inquietud cada vez más afincada en el ser humano, cambia la percepción del mundo y da salida a una nueva versión de la arquetipal pulsión de nomadismo. Reflejo de una inmensa gama de motivos, desde el afán de conocimiento, la curiosidad por horizontes nuevos o la oportunidad de ver nuestra propia vida en perspectiva, hasta la huida de la uniformidad y el aburrimiento, los viajes dan aire de una manera particular y privada a una de las principales búsquedas del ser humano: la libertad.
El confinamiento domiciliario era la meta y el signo principal del poder. Como señala Michel Maffesoli, el afán del sistema de Nación-Estado y la modernidad fue controlar a los individuos en sus distintos aspectos: el domicilio, la familia nuclear, la identidad. De allí, la orden de Napoleón de numerar todas las casas de París. Había que saber quién estaba dónde. Todo individuo pertenecía a un lugar del cual se derivaba su identidad. La domesticación y la sedentarización eran pues el paso previo para la realización del ideal del poder: la inmovilidad absoluta, en la que el Estado y todas las instituciones podían controlarnos. El poder, sin embargo, a pesar de sus innumerables tentáculos, está hoy amenazado por la renovada fuerza del nomadismo que ha tomado cuerpo en la vida errante y la movilidad posmoderna, cada vez más multitudinaria y acelerada, en la necesidad de viajar que hoy apremia a la mayor parte de la población mundial. Un viaje es siempre un paso hacia lo distinto, hacia el descubrimiento, un cruce de fronteras, físicas, lingüísticas, psicológicas, que nos adentra en lo desconocido para luego poder ver con mirada más amplia nuestro propio entorno. Es un recorrido por identidades múltiples que ensancha nuestro margen de libertad.
Artículo publicado en Atril.press