Se cuenta que el poeta Jaime Gil de Biedma preguntó al crítico literario y sabio lingüista Francisco Rico cuál era el verso mejor logrado del bolero “Esta tarde vi llover”, del tan llorado en estos días Armando Manzanero; y el académico respondió, sin vacilar, que lo era vi gente correr, que se muestra esplendente y oportuno entre los demás de la estrofa: esta tarde vi llover/vi gente correr/y no estabas tú.
La evocación de la ausencia que el compositor pretendía, queda consumada. Y ya puede seguir adelante con la necesaria, y tan sentida, banalidad del resto de la canción.
Con los boleros y los tangos pasa lo mismo que con la poesía en general, que hay versos más oportunos que otros, y algunos son claves para producir esa luminosidad que se tiende entre los sentimientos de quien lee con los que inspiraron a quien compuso el poema o la canción, sea Gustavo Adolfo Bécquer o Armando Manzanero.
García Márquez, mago de las hipérboles, dijo alguna vez que Manzanero era “uno de los más grandes poetas actuales de la lengua castellana”; y Carlos Monsiváis le atribuía la virtud de haber llevado a la gente a vivir un “inevitable enamoramiento del amor”. Que es lo que hace toda poesía amorosa cuando es efectiva y suficiente.
Manzanero viene a resultar un poeta de tono apacible, lejos de la confrontación que presupone toda canción de José Alfredo Jiménez, para poner un caso. En esas rancheras siempre se paga un precio por el desgarramiento de la ausencia, expresado en reclamos desconsolados. Nadie sale indemne de lo que el poeta latino Horacio llamaba “las lides del amor”, siempre un combate cruento que deja heridas incurables.
Por el contrario, la atmosfera de Manzanero es siempre dulzona, en clave de elogio y exaltación, más cerca de la mujer divina a la que canta Agustín Lara, aunque para este la musa sea la aventurera que vende su amor, poniendo precio a su pecado. La excelsa lirica del burdel que Daniel Santos llevará al paroxismo en “Virgen de medianoche”.
No se puede establecer una línea divisoria tajante entre lo que se da en llamar poesía culta, y las letras de las canciones que muchos cantan entre copas, o mientras se duchan, pero que no serían capaces de autorizar a que figuren en las antologías de la poesía castellana.
Algunos despachan el asunto metiendo toda la música popular en el cajón de desechos de lo cursi, lo cual es a todas luces injusto. Hay letras cursis, claro, que explotan de manera bastante primaria, para no decir descarada, los sentimientos amorosos, que nunca dejan de tener una carga lacrimógena. Pero eso pasa también con mucha de la poesía de enamoramientos que leemos.
Entendamos entonces que hay poesía para leerse, y poesía para cantarse, o para ser escuchada desde la penumbra amorosa donde la vida tantas veces nos coloca y nos vuelve propensos a las emociones y evocaciones que llevan a la lágrima fácil.
Nadie ha defendido con más valentía el territorio sagrado de lo cursi que el propio Agustín Lara, quien se reconocía él mismo como tal, y explicaba a fondo la cursilería, como lo hace en una entrevista muy lúcida publicada en la revista mexicana Siempre! en 1960: “he amado y he tenido la gloriosa dicha de que me amen. Soy ridículamente cursi y me encanta serlo. Porque la mía es una sinceridad que otros rehúyen…ridículamente. Cualquiera que es romántico tiene un fino sentido de lo cursi y no desecharlo es una posición de inteligencia”.
Agustín Lara es un poeta modernista tardío. Los grandes del modernismo supieron sortear muchos de los escollos tramposos de la cursilería, riesgo constante que corrían por haber armado una parafernalia de decorados de cartón piedra en sus escenarios, arrastrando no pocas de sus raras combinaciones verbales desde el simbolismo francés. Y Lara se luce al poner pie en esos jardines donde el extravío tiene el color azul: el hastío es pavorreal/que se aburre de luz en la tarde…
Queda demostrado que la cursilería, a la que tanto se teme, es esencial a la condición humana, y en poetas como Agustín Lara se eleva a las cotas de lo sublime. Pero no todo es cursilería, ni todo se mueve en ese espacio sospechoso de lo que podría ser cursi y por eso le tememos. Alfredo Lepera, por ejemplo, que escribía las letras de los tangos de Gardel, es un poeta sin ambages, capaz de usar las palabras en su desnudez precisa y directa, y basta citar el inmarcesible tango “Volver”: pero el viajero que huye/ tarde o temprano/ detiene su andar, es un verso que suena Borges, o recuerda a Onetti.
El tango, igual que el bolero, es herencia del modernismo. Tú que llenas todo de alegría y juventud/Y ves fantasmas en la luna de trasluz/Y oyes el canto perfumado del azul/Vete de mí…sigue cantando hasta la eternidad Bola de Nieve el bolero de Homero Expósito, que en tantos sentidos es un tango.
Y el verso de Tomás Méndez de “Cucurrucucú paloma”: cómo sufrió por ella que hasta en su muerte la fue llamando, ¿no parecer ser parte de las estrofas en prosa de Juan Rulfo, alaridos íngrimos en la desolación del páramo mexicano?
Crecí entre tíos músicos que componían boleros y valses, y me admiro siempre de su sensibilidad para las palabras recogidas entre la pobreza en que vivían. Y esas palabras, anotadas en las partituras, surgían como joyas entre la broza natural de la cursilería, que era tan natural en sus vidas como lo era la belleza.
Alguien puede pensar en los boleros y en los tangos como una especie en extinción. El duelo por la muerte de Manzanero demuestra que no. Esto de la inspiración, que en tiempos posmodernos parecería ser palabra maldita por vergonzante, no es más que la caza furtiva de las palabras precisas, y de las combinaciones felices de palabras, que en las canciones seguirán surgiendo desde abajo, desde el olimpo del arrabal.
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