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Versos satánicos

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El capítulo cinco de la serie Mindhunter debería ser visto y discutido en las escuelas de Comunicación Social como muestra de los peligros de la retórica.

El uso y abuso de la palabra es el gran tema de la segunda temporada de la saga producida por Charlize Theron y David Fincher, cuyas obsesiones audiovisuales se replantean en la franquicia original respaldada por Netflix.

En efecto, la secuencia de créditos nos remite al famoso intro de Seven. Los planos se cortan al ritmo de la música en un collage maligno de imágenes estilizadas sobre la tentación y la seducción de la muerte.

Otra referencia clara la encontramos en el contexto de la ambientación escénica.

La trama transcurre en los años setenta con profusión de citas a la cultura vintage, tal como vimos en la espléndida obra maestra del autor, Zodiac, también concentrada en develar los oscuros laberintos de una investigación policial.

Tres personajes principales capturan la atención de la audiencia. El protagonista es un detective maduro en plena crisis de edad, porque, entre otras razones y misterios, conduce una familia disfuncional. Para colmo, su hijo menor participó en el ritual satánico de un asesinato. Por tanto, el patriarca lleva la condena, en el rostro, de una gran culpa y de un pasado tormentoso.

A su lado figuran dos representantes del género noir contemporáneo: un asistente joven y menos escéptico; una mujer dura con inclinaciones sexuales lésbicas. La contribución femenina escapa del estereotipo por los buenos oficios de la interpretación y el casting.

La agente del FBI mantiene una apariencia de rigidez, a veces suavizada por sus esporádicos encuentros eróticos con la amante de ocasión. Hay en ello un interés por diluir prejuicios, invertir roles clásicos y dotar de consistencia humana a los líderes del reparto.

Andrew Dominik dirige el episodio desde la esencia del minimalismo teatral de la escuela naturalista americana. La confección dramatúrgica elabora sets de cámara donde los histriones combaten en agudos duelos de diálogos socráticos y teleshakesperianos.

Llegamos a la parte del león en el segundo acto, cuando los antihéroes confrontan al intimidante Charles Manson, quien asume una postura de completo dominio y control de la situación en la cárcel. Es el Hannibal Lecter del relato. En su narrativa manipula y distorsiona los hechos a su antojo, encarnando el concepto de la posverdad.

Las pruebas indican su organización de un complot para provocar la escabrosa matanza de Sharon Tate. Mindhunter sería, en consecuencia, el contraplano de Érase una vez en Hollywood.

La realidad opaca cualquier opción de edulcorar o cambiar la crónica negra del suceso del agosto de 1969. Sin embargo, la serie toma un atajo incómodo y abstracto al sembrar un conjunto de dudas en la mente del espectador.

El recurso del interrogatorio exhibe sus límites y alcances, sentándolo en el banquillo de los acusados. Si la entrevista permite adentrarse en la psicología de los asesinos y villanos, al mismo tiempo transmite un mensaje corruptor y distorsionado, capaz de confundir y ensombrecer la búsqueda de la verdad.

En última instancia, la verborrea parece envolver un escudo, un arma con la que todos se defienden, justifican y amparan. Así reconocemos una nueva forma de comunicar teorías lingüísticas de plena vigencia. Michel Foucault y Roland Barthes estarían satisfechos y aprobarían el resultado.

Al final, el padre es un hábil conversador, como Manson, delante de su secta. Por supuesto hay enormes diferencias. Pero las semejanzas y paralelismos son obvios, alertándonos sobre las amenazas de la expresión oral en las manos equivocadas del poder mesiánico.

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