Venga, pase y vea: el mundo ya era un espectáculo surreal, pero con el regreso de Donald Trump esa deriva se ha sellado como un destino inevitable. Si creíamos que el tablero geopolítico no podía ser más urticante ni impredecible, la realidad nos demuestra que la imaginación tiene límites y la política, al parecer, no. Esto no es un circo, pero sí un sainete donde cada líder juega su papel, mientras el público, desde sus butacas, intenta adivinar qué vendrá después. ¿Y usted, qué espera?
El planeta parece optar por un «wait and see». Hagamos el repaso. Trump regresa rodeado de un equipo de agitadores leales y un Partido Republicano sumiso. Cada nombre revelado, cada declaración, parece diseñado para maximizar el «baiteo» y alimentar titulares, como si la política fuera un concurso de popularidad viral. Es difícil no preguntarse si detrás de los nombres hay un plan estructurado o simplemente la búsqueda de convertir la política en un concurso en redes sociales. Por ahora, la intriga está garantizada. ¿La gestión? Esa es la parte que nadie tiene claro cómo termina.
Por decir, Marco Rubio, desde el Departamento de Estado, impulsa una política exterior que refuerza los lazos con Israel como pieza central para contener a Irán, mientras coquetea con un «Plan Marshall Sudamericano». Este esquema promete inversiones en países como Argentina, que podría sellar, bajo el estilo extravagante de Javier Milei, una suerte de remake de las «relaciones carnales» con el Salón Oval que popularizó el difunto ex presidente Carlos Menem. En paralelo, Rubio apuesta por consolidar un bloque occidental donde las alianzas no se forjan por afinidad, sino por conveniencia: un mensaje claro de «o estás con nosotros, o estás con China».
Robert F. Kennedy Jr., seleccionado para dirigir Salud, llega con teorías más que cuestionables sobre vacunas y medicamentos, como si la salud pública fuera un terreno apto para delirios personales. Para Defensa, Trump propone a Pete Hegseth, un ex presentador de Fox News cuya experiencia en estrategia militar parece limitarse a fabricar eslóganes para el prime time. Y en un giro inesperado, Tulsi Gabbard, la demócrata reciclada, suena para Inteligencia Nacional con su idea de desmilitarizar Ucrania, como si las guerras se apagaran con buenas intenciones. Más que un equipo, un catálogo de provocaciones.
Trump no da señales de reconsiderar sus nominaciones; más bien, parece disfrutar del escándalo anticipado, tras haber presionando con el nombre de Matt Gaetz, uno de los agitadores estrella de la Cámara de Representantes y miembro destacado del ala más radical de los republicanos, como candidato a Fiscal General. El detalle: está acusado de mantener relaciones con una menor. Aunque no ha logrado colocarlo, la sola idea ya ha dejado a buena parte de Washington en estado de pánico, lo que busca.
Mientras Estados Unidos diseña estos desbordes, el resto del mundo intenta encontrar su lugar en esta nueva «anormalidad». 1000 días de guerra en Ucrania han redibujado las reglas del conflicto moderno, y la reciente autorización de Joe Biden para el envío de misiles ATACMS de largo alcance ha elevado aún más la tensión. Francia e Inglaterra, decididas a no abandonar a Kiev, han contribuido con sus misiles SCALP y Storm Shadow, intensificando una escalada que ya roza lo explosivo. Ucrania juega a ganar al no perder, mientras Rusia refuerza su papel como antagonista calculador nuclear. Desde Moscú, Putin, el zar del tiempo, observa mientras se codea con Kim Jong Un, ese lunático útil que transforma la incertidumbre en amenaza, con sonrisa afilada.
En Brasil, Lula da Silva avanza tambaleante, atrapado entre su retórica progresista y la realidad de un ajuste que no puede seguir posponiendo. Su dependencia de Xi Jinping y los acuerdos con China revelan un pragmatismo que desluce su discurso cada vez más agotado. Mientras tanto, en Argentina, Milei, en su versión más desaforada, fantasea con una conexión directa con Trump y Elon Musk. Pero la verdadera pregunta es si será considerado un aliado estratégico o una extravagancia funcional.
Llegamos a Europa, que sigue sin brújula. Macron, desdibujado y atrapado en sus crisis internas, parece haber perdido hasta su proverbial arrogancia. Francia, además, enfrenta la posibilidad de quedarse sin Le Pen, como si hasta su oposición más feroz fuera corrosiva. Alemania, con Scholz enfrentando elecciones anticipadas y el avance de Alternativa por Alemania (AfD), se adentra en su propio drama. En Italia, Giorgia Meloni trata de posicionarse como la nueva interlocutora entre Europa y Trump, aunque las deudas la atan corto a Bruselas. Y Sánchez… de paso, bien gracias.
Y en Medio Oriente, Netanyahu avanza con su plan para «completar las tareas», ahora con el respaldo de una administración estadounidense más interesada en cambiar bombas por sanciones comerciales. Como si esto fuera poco, Elon Musk, el único hombre capaz de robar protagonismo a Trump, ha decidido jugar al diplomático informal con Irán, intentando «reconducir» tensiones con un régimen cada vez más radicalizado. ¿Falta algo?
Y en este abismo de extravagancias, China observa, silenciosa pero alerta. Los analistas advierten que si Trump intensifica la guerra comercial con aranceles y sanciones, mientras Taiwán sigue al borde y su economía muestra grietas, el impacto podría sacudirnos a todos.
Así estamos, atrapados en el absurdo. El mundo no resuelve tensiones, pero, por qué no, nos ofrece momentos que rayan lo cómico. Pero hay que ponerle algo de optimismo… y para eso traigo a Tato Bores, el genial humorista argentino que, con su ironía mordaz, supo transformar los desatinos políticos en arte. Con monólogos que serían igual de vigentes hoy, Tato mezclaba agudeza, crítica y una capacidad única para arrancar carcajadas incluso en los momentos más oscuros. Tal vez sea hora de rescatar algo de ese espíritu y, como él cerraba sus inolvidables reflexiones, le digo a usted, querido lector: ¡atentas las neuronas, vermouth con papas fritas y… good show!
Artículo publicado en el diario La Razón de España
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