De las múltiples acepciones del término revolución podemos asumir aquí la de “cambio radical de enormes consecuencias”. Vienen a la mente el giro copernicano y la Revolución francesa. Podría agregarse en el inventario la Revolución de la Inteligencia, proyecto lanzado en y desde Venezuela al inicio de los ochenta, durante la presidencia de Luis Herrera Campíns.
En anterior artículo escribí sobre la sombra del complejo de Edipo, que lleva al inveterado parricidio de los venezolanos respecto de nuestro pasado histórico, implicando, entre otras cosas, olvidar, con graves daños al país, realidades y proyectos valiosos. El haber desechado el proyecto de la Revolución de la Inteligencia ha sido una ingente pérdida para nuestro pueblo. Obligatorio, entonces, en estos comienzos de siglo, es retomar esa invalorable iniciativa, como una prioridad nacional.
La democratización de la inteligencia (Ediciones de la Presidencia de la República, 1984) ofrece una apreciable documentación e información sobre el tema. El libro Revolución de la inteligencia (1975) es fundamental al respecto; a su autor, Luis Alberto Machado, no dudaría en calificar de profeta y maestro en este campo. A él lo conocí de cerca y pude apreciar su calidad humano-cristiana, al igual que sus inquietudes y maravilloso sueño liberador.
¿Cómo podría sintetizarse de modo simple el ambicioso objetivo del proyecto? Enseñar a todos a pensar de modo crítico, explorador, creativo, proactivo, renovador. Leí una vez: “No hay cosa más peligrosa que enseñar a otro pensar con la propia cabeza”. ¿Por qué? La respuesta es clara: forma gente con cerebro que discierne, exigente, inquisitiva, que puede contradecir al maestro, superarlo y abrir nuevos horizontes. Esto significa educar en sentido no simplemente receptivo o pasivo, sino mayéutico socrático, personalizador, generador, inventivo. El alumno no se limita a recibir problemas con respuestas ya dadas, sino que examina el conjunto, juzga y, si es del caso, replantea las cosas y pone nuevos problemas.
El referido sueño comenzó a traducirse en proyectos y programas muy concretos referidos a la familia y a gente de distintas edades, preparación, sectores y condiciones sociales. Agregaría una cosa muy bella: el todavía no nacido podía convertirse también en alumno. Los genios no nacen, se hacen.
El plan no partía de la nada; aprovechaba, en efecto, estudios e investigaciones en curso, así como experiencias diversas. Lo novedoso era su sistematización, profundización y, particularmente, su adopción como política de Estado. Estaba avalado, entre otros, por especialistas universitarios de alta calificación también de más allá de nuestras fronteras. No tendía a constituir una estructura exclusiva y excluyente, pues integraba también la participación del sistema educativo formal y la de múltiples entidades de la sociedad civil. Entre las muchas recomendaciones y respaldos internacionales, no deja de ser significativa la opinión del por entonces (agosto de l979) presidente de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética: “Esta no es una materia que es importante e interesante solamente para Venezuela, sino para toda la humanidad.
Dios creó al ser humano como persona para desarrollarse y desarrollar. Le dio la inteligencia como un bloque de mármol, llamado a convertirse en belleza siempre en crecimiento. El desarrollo de la inteligencia, que se refleja en el de las habilidades e instrumentos, es una posibilidad; más aún, una obligación y, correlativamente, un derecho humano. Ese desarrollo, para calificarse de integralmente humano, ha de unirse, indisolublemente, con el ético y el espiritual para poder.
Imperativo para un nuevo gobierno es retomar, incrementar, perfeccionar, en conjunción con la sociedad civil entera, lo iniciado en materia de Revolución de la Inteligencia. Para tener un país pensante, creativo, de primera línea en calidad y progreso humanos. Esta revolución sí llevará a una genuina democracia, porque superará elitismos y exclusiones, generará igualdad de oportunidades y capacitará al pueblo soberano para que ejerza de verdad su protagonismo.
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