El Tratado para la Reforma del Entendimiento de Spinoza da cuenta de cómo el camino que conduce del conocimiento al saber es, a la vez, el camino que va del verdadero bien hacia el bien supremo. La razón es que “cuantas más cosas conoce el Espíritu tanto mejor comprende sus propias fuerzas y el orden de la Naturaleza”, pero “cuanto mejor comprende sus fuerzas, tanto mejor puede orientarse a sí mismo y proponerse reglas, y cuanto mejor comprenda el orden de la Naturaleza tanto mejor podrá precaverse de las cosas inútiles”. El orden y la conexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas: saber es poder y mientras más se sabe más se puede. Pero, y por eso mismo, el poder tiene entonces la necesidad de autodeterminarse, de asumir conscientemente la responsabilidad de su saber, con lo cual hace suyas las exigencias de la eticidad. En una expresión, la verdad se identifica -como resultado de su propio hacer- con el bien, tal como lo comprendía la antigüedad clásica, para la cual la verdad se identifica con la belleza y la bondad: verum, pulchrum et bonum. Se trata del conocimiento de la unión concreta del Espíritu con la sustancia y de cada individuo con la sociedad, como supremo objetivo del bien.
Así pues, si la verdad y la bella eticidad se identifican en la complejidad del ser social, entonces las determinaciones -momentos o figuras- del conocimiento tienen necesariamente que coincidir con las determinaciones -momentos o figuras- del devenir ético. A diferencia de lo dicho por Descartes, en Spinoza la trayectoria que va desde la certeza hasta la verdad tiene que coincidir con la trayectoria que va desde la abstracción de la moral individual hasta la idea de ciudadanía. Y este es, por cierto, el recorrido que será desarrollado en la Ciencia de la experiencia de la conciencia, al que Hegel designa bajo el título de Fenomenología del Espíritu: del “yo” al “nosotros”. Spinoza señala en el citada Reforma que hay cuatro modos -o determinaciones- de la percepción, los cuales no pueden ser comprendidos como elementos aislados, como compartimientos estancos entre sí, precisamente porque están recíprocamente determinados, aunque es evidente que todo depende de la capacidad –sapere aude, diría Kant- que se tenga para adentrarse -para poder ascender-, cada vez más, en dicho proceso de concreción hacia el saber.
La primera de estas formas de la percepción es el “conocimiento de oídas”, que puede resumirse como el caldo de cultivo de la inmediatez, los prejuicios, las presuposiciones y los convencionalismos. La segunda forma de la percepción se haya en estrecha relación con la primera. Se trata del “conocimiento por experiencia vaga”, en el que las intuiciones y representaciones propias del mero empirismo llevan la voz cantante. En la tercera forma surge el entendimiento propiamente dicho, o sea, el modo de conocer de la causa al efecto, base primordial para las profesiones prácticas, la técnica y la instrumentalización. Se trata del conocimiento propio del qué y del cómo, la actual delicia de las redes sociales. Finalmente, la cuarta forma del conocimiento es retrospectiva o reconstructiva: se va, via negationis, desde los efectos hasta las causas, con base en el dónde, el cuándo y, sobre todo, en el por qué. En fin, el camino del saber va de lo abstracto a lo concreto, comprendiendo por concreción no la dureza de las cosas materiales sino la plasticidad del orden y la conexión del término del pensamiento, por cierto, como lo comprendiera Marx, a pesar del evangelio de los materialistas: “como producto del pensamiento, como el trabajo que transforma las intuiciones y representaciones en conceptos: un producto de la mente que piensa y se apropia el mundo del único modo que le es posible”.
En la Ética, Spinoza reduce estos cuatro modos cognoscitivos a tres, quizá siguiendo la lección del genial Maquiavelo en El Príncipe, aunque invirtiendo su orden. “Existen -dice el filósofo florentino- tres géneros de cerebro: el primero que entiende por sí mismo, el segundo que discierne lo que otros entienden, el tercero que no entiende ni por sí ni por otros”. Hay quienes comprenden las crisis orgánicas de las sociedades que han sido sometidas por el neo-totalitarismo gansteril y luchan, sine ira et studio, por la reconstrucción sustantiva de su condición civil. Otros, en cambio, siguen las consignas del rumor del día desde las redes sociales y debaten interminablemente sobre las ruindades ajenas sin voltear a ver las propias. El resto, en gesta de afanoso enredo, y a costa del sufrimiento de las grandes mayorías, persigue “honores, riquezas y favores sexuales”, como dice Spinoza, convencidos de que con esos rubros encontrarán la mayor justificación de sus miserables vidas y no los tribunales de La Haya o los de su propia perdición. El señor Tareck el Aissami ha devenido un modelo platónico en este sentido.
A propósito de la cuestión relativa a la responsabilidad en el presente, y siguiendo el ordo et conectio del tratado spinoziano, conviene afirmar que, así como suele suceder con los grados del conocimiento, existen, por lo menos, tres determinaciones de la ética: aquella que la confunde indistintamente con la moral -ética y moral son aquí simples sinónimos-; la que la concibe como una teoría de la moralidad o del “deber ser”, que termina siendo una suerte de techné o de formulación abstracta sobre “lo bueno” y “lo malo”, un acto de fe positiva; y, finalmente, la comprensión de la inmanencia de sus oposiciones, en sentido histórico-concreto, como Ethos, es decir, como -buenas- costumbres. Porque no existen costumbres que no sean el resultado de la siembra educativa y cultural. Ni el compromiso ni la responsabilidad ciudadanas nacen como los hongos silvestres. Una sociedad educada para la democracia republicana, la autonomía y la libertad, para el trabajo digno y productivo, la solidaridad y la justicia, la tolerancia y el respeto por el otro, es una sociedad en y para la civilidad, para la comunidad, en la que los individuos no necesitan estar sometidos por «gendarmes necesarios», y en la que los “controles” los establece la propia formación de la temperancia. Todo Estado totalitario se sustenta en la sospecha y la desconfianza. Le teme a la libertad y pretende someter por la fuerza lo que sólo puede ser el producto de las propias costumbres civiles. Educar para la civilidad -comenzando por la educación de los propios educadores-, es el mayor compromiso de quienes luchan por superar de raíz el imperio de la mediocridad del lumpen, del parasitismo populista que ha sumido a todos en la peor pobreza: la del Espíritu.