Las palabras se hicieron para decirlas, incluso en forma de verbos, y a eso voy gracias a la generosidad de gente buena que nos brinda el espacio.
Escribir, pues quien usa la palabra para levantar sus ideales, sin codos ni violencia, sin sembrar sombras de odio ni venganza, sino como bandera limpia y en alto, quizá logre algún noble propósito, convencer al dubitativo, orientar el rumbo del desviado o tal vez a enderezar el curso del embriagado barco.
Expresarse, sin más limitación que la propia libertad, el albedrío de sentirse como pez en el agua, y en el mejor de los casos –tal vez por suerte- y ejercicio competente y combativo, no dejar de sentir el gusto que da ver su nombre y pensamiento sobre el papel (o en la web), además de ser leído por mucha gente.
Pensar y decir, aunque peligroso en estos tiempos, buscando la manera de que el mensaje llegue a su destino con ánimo de corregir errores subsanar omisiones o simplemente eso que se enuncia, porque al fin y al cabo, se castiga por hechos, no por intenciones, el pensamiento no delinque (cogitationis poenam nemo patitur).
Reír, ¡oh, cómo no reír! Quizá burlarnos, y como dice Rodolfo Izaguirre, «vale burlarnos no sólo de nosotros mismos, que es algo sano y bueno, sino del gobernante de turno, sea caudillo civil o militar».
Y burlarnos con más razón, si el gobernante cree serlo sin tener condiciones ni partida de nacimiento. Y cómo no burlarnos de un ser que habla con un pajarito que revolotea sobre su cabeza y hace de los panes, penes.
Convencer y convencernos, de que si algo está podrido, además de los alimentos en los contenedores, es justamente el concepto socialista del chavismo.
Llorar, sea cual sea el motivo, por ejemplo la indignación de padecer una pesadilla de larga data aposentada en palacio; las infames colas por una medicina –por ejemplo dije- lo que ha convertido las farmacias en verdaderos y tristes refugios de oración o acudir a los aeropuertos a despedir a seres amados, a llorar, incluso, el insilio que nos produce quedarnos.
Llorar, porque el dolor que no se desahoga con lágrimas, puede hacer que sean otros los órganos los que lloren. (Braceland y sus vainas)
Libertarse para volver a amar es otra posibilidad, siempre. Esperanzarse también. Evitemos caer víctima de la desmoralización, lo que es un riesgo que hay que conjurar en lo inmediato.
En estos tiempos difíciles y sombríos, coloreados de un rojo alarmante, vale la pena esperanzarse.
Aunque cuchillos dominen el paisaje, alguna flor habrá nacido hoy en los jardines ocultos del alma.
Que se imponga la sinfonía del corazón a ese eco perenne de sirenas. A ese verde vergüenza uniformado, y a los fanáticos del pensamiento único.
Solidarizarse con tantos que hoy padecen la prisión injusta de un antojo oficial, el de turno o por el motivo más absurdo e inimaginable; que siguen hoy en una mazmorra civil o militar, inocentes padeciendo los embates de una prisión inexplicable en justicia o razón.
No hay mejor hora que aquella en que vemos salir en libertad a los presos inocentes.
Entender cabalmente, que el desastre que ya supera los veinticuatro añosies, el mismo que nos dejó el ido comandante y que su heredero ungido se propone (del verbo proponer) empeorar a velocidad espeluznante, es semejante a lo que sugiere la respuesta de Picasso a un oficial alemán durante la ocupación de París, según anécdota famosa.
Se cuenta que ante su célebre cuadro Guernica, inquirido por el alemán el gran pintor:
-¿Eso lo hizo usted?-, la respuesta de Picasso fue:
-No. Eso lo hicieron ustedes.
Y constatar que como en la fábula del colibrí, por el país entero acudiré esperanzado este lunes 27 de marzo con el poquito de agua que quepa en nuestro piquito, a apagar el incendio en que hoy arde Venezuela. Es verdad, quizá no pueda yo sólo apagarlo, pero mi única opción es cumplir con mi deber.