Está en la Biblia, no sé si el tono es imperioso, una orden que no admite réplica o si por el contrario es como una bondadosa advertencia, pero en todo caso es palabra del iracundo Dios del Antiguo Testamento: «Sed fecundos, multiplicaos y llenad las aguas del mar, y multiplíquense las aves sobre la tierra». Y allí fuimos y nos multiplicamos como conejos en jaula y uno de mis sobrinos comentó una vez que quería conocer a todos sus primos y parientes y le dijeron que tendría que alquilar el Poliedro. ¡Hablo por mi propia familia! Mi padre y sus numerosos hermanos engendraron hijos que a su vez trajeron al mundo nietos y estos, a su vez, a sus propios hijos y nietos y nuevos hijos hasta alcanzar una extensa parentela que desconozco y me hace decir que mi apellido se ha democratizado en exceso.
En los años sesenta venezolanos, en tiempos de violencia política y tensos episodios guerrilleros, mi hermano mayor llamó a mi oficina en la Dirección de Cultura de la Universidad Central y al escuchar mi voz, dijo que se alegraba de oírme y me rogó que por favor llamara a mi papá porque creía que yo estaba preso. Lo llamé, me identifiqué y le escuché decir: «¡A carajo, es el otro!» y colgó precipitadamente. Así supe que por las calles o avenidas de Caracas o de cualquier otra ciudad o lugar del país camina un sujeto que lleva mi nombre, es hermano mío, pero a quien jamás he visto y me pregunto: ¿cuántos como él llevarán mi nombre o el de mis hermanos? Recuerdo que en mi niñez pasaban los vendedores ambulantes frente a mi casa voceando sus mercancías: ¡Plátanos!, ¡Tierra, tierra para matas! y cuando pasaba el muchacho que vendía carbón, mi mamá gritaba: «¡No le compren a ese que es hermano de ustedes!»
Tuve hermanos adorables porque los veía dos o tres veces al año. Estoy convencido que de haberlos visto con frecuencia habríamos disentido agriamente. Mikel de Viana, que ha muerto en Bilbao, decía que la familia es un peo permanente. Creo también que el amigo que se incorpora a la familia que vamos haciendo a medida que avanzamos en la vida suele ser tan leal y de tan inquebrantable y acerada fidelidad que le confiamos secretos que jamás habríamos depositado en el verdadero hermano.
Ocurrió que ya estaba instalado en mi asiento en la Ríos Reyna del Teresa Carreño cuando la joven y muy atractiva mujer que estaba sentada delante de mí se volteó y con voz cautivadora me dijo:»¡Hola, Rodolfo!» y al ver la sorpresa que oscureció mi rostro, al observar mi urgencia por saber quién era esa mujer que me saludaba con irónico afecto, me asestó una puñalada feroz: «¡No digas que no te acuerdas de mí!». ¡Estaba atrapado! No podía levantarme de mi asiento y salir huyendo de allí; tampoco me era dado reducir mi tamaño y arrastrarme por debajo de las butacas o evaporarme, convertirme en Jack Griffin, el hombre invisible que nos dio a conocer James Whale en 1933 y tuve que enfrentar aquel trago amargo. ¡Y la escuché decir su nombre! ¡El nombre de mi noviecita del Fermín Toro, la chica que golpeó con tanta violencia mi corazón adolescente! Pero, ¡cómo pude olvidarla! ¡Qué inútil y desabrido soy, incapaz de retener en mi memoria los retortijones de mis tripas cuando la veía bajar las escaleras del liceo con sus medias tobilleras y se acercaba a mí con una sonrisa en los labios!
Yo fui varias veces a la urbanización donde vivía, muy al este de la ciudad, con la esperanza de verla, pero lo que recuerdo con mayor claridad fue la estrepitosa reunión de jóvenes poetas casi todos borrachos en un bar del lugar y a uno de ellos que recitaba un poema suyo y decía. «¡Cógela como una gallina echada!» y miré para saber quién era el autor de ese verso tan sorprendente y vi que se trataba de un chico de Escuque llamado Ramón Palomares que lamentablemente iba a convertirse, adulto, en un oprobioso bolivariano.
Y en la Ríos Reyna, sin dejar de mirarme, pero hundiendo su mirada en mis asombrados ojos, la chica atractiva asestó el golpe final, el inesperado cuchillo de palo abriéndose paso por lo que quedaba de vida en mí y señaló al tipo que se encontraba a su lado, guapo, de bien cuidado bigote a lo Jorge Negrete y dijo: «¡Y encima, Rodolfo, llevo tu apellido porque me casé con él!», un primo hermano mío que yo veía por primera vez.
Desde entonces, ella es también una Izaguirre. Por azar, por capricho de la propia vida dejó de ser la noviecita de los trémulos años juveniles para convertirse en un familiar, en una parienta. Es una manera insólita y desconcertante que a veces encuentran las familias para crecer asombrando, en este caso, al auténtico pariente a quien acaban de asestarle un manotazo en plena cara minutos antes de levantarse el telón para mirar cómo se va gestando lentamente no solo la conmovedora aria de un día que alguna vez veremos sino el trágico amanecer suicida de la desdichada Butterfly que deja en el mundo un niño huérfano en el hogar de una nueva e inesperada familia y en las manos del miserable Benjamin Franklin Pinkerton, subteniente de la Marina norteamericana que podría haber sido la imagen misma de mi propio padre irresponsable e indiferente.