Hace años visité una reserva indígena en Dakota y quedé pasmado de estupor porque aquel sitio era un perdido rincón del infortunio, del abandono y de la última espuma del naufragio humano. Seres entregados en su mayoría al alcohol, alto índice de suicidio y ausencia. Solo un lastimoso asomo de defensa, el único rasgo que les quedó de la altivez que alguna vez conocieron antes de caer del caballo, llenarse la boca de tierra y sentir la pérdida de la libertad, se ponía de manifiesto en la prohibición de que los visitantes no tomaran fotos de seres o detalles de la comunidad.
Era frecuente escuchar entre risas norteamericanas la definición de familia sioux, comanche o de cualquier otra etnia y cómo está compuesta esa familia después del descalabro colonialista: el padre, si existe, la madre, un hijo o dos y un antropólogo que se ocupa de estudiarlos.
Vi en las películas caer a muchos apaches y pieles rojas de sus caballos en pleno ataque contra el ejército integrado por gente de tez blanca y propósitos de arrebato e invasión. En sus producciones sobre la conquista del Este (¡Ve al Este, muchacho y construirás un país!) es decir las películas sobre indios, Hollywood transmitía con gusto la ferocidad colonizadora y fascista de un país que exterminaba a los naturales de un inmenso territorio que, de paso, hacía suyo y colgaba de los árboles a los negros como frutos extraños, incendiaba sus precarias viviendas y hombres encapuchados animando odiosas bandas supremacistas llamadas Ku Klux Klan (KKK) incendiaban cruces y viviendas.
Fueron muchas las películas que mostraban a los indios como seres brutales y perversos; a los negros sentarse en la parte trasera del autobús y a los blancos como amables, comprensivos y honorables ciudadanos siempre traicionados por algún indio odioso y podrido de envidia.
Perdonen mi franqueza, pero aquel era un país sucio. Hoy, desde luego ya no lo es a pesar de mantenerse como modelo de capitalismo salvaje y de evidenciar cierta nostalgia supremacista.
Los chavistas dicen que lo odian, pero secretamente adoran a Walt Disney, lo anhelan y el usurpador de la comarca daría lo que no tiene si algún día lo invitan a la Casa Blanca.
El indio sioux o apache al caer del caballo; el evadido de la penitenciaría al rodar por el barranco; el suicida que se lanza al río; el muchacho alocado que estrella el automóvil contra el muro o el gangster que cae acribillado y el vaquero que muerde el barro en la calle mayor de Laredo o Dodge City tocado por la bala enemiga se envuelven en acciones extremas que el actor o el protagonista de la película no están obligados a ejecutar. Se acude entonces al extra, llamado stunt man quien de acuerdo con una determinada tarifa suple al actor que se lanza al río desde el puente o disfrazado de piel roja cae del caballo herido de muerte, a pleno galope.
Mientras más riesgosa y difícil es la acción que hay que ejecutar, más abultada resulta la suma que se retirará en la taquilla de la empresa productora. De manera que el piel roja o el indio comanche de utilería al caer herido por la bala del soldado blanco invasor cobra sueldo y con él sostiene a una familia y mantiene al hijo en la universidad. Lo supe y dejé de quejarme y de sentirme ofendido por la ferocidad colonialista y me dije: ¡Qué sigan cayendo apaches de sus caballos!!