OPINIÓN

Vengador anónimo bolivariano

por Héctor Concari Héctor Concari

Tupac Amaru, el segundo, fue un mestizo que acaudilló una sublevación temprana  y fracasada contra España en 1780, que le valió la muerte por desmembramiento. Por extensión, fueron llamados “tupamaros” los insurgentes contra el dominio español a principios del siglo XIX en el Virreinato del Río de la Plata y en el Perú. El término se reciclaría en los movimientos guerrilleros de  Uruguay y Perú en los setenta y ochenta del siglo pasado. En la década siguiente, la marca sería aprovechada por una notoria agrupación parapolicial del 23 de Enero, que se autoencomendaría dos misiones sucesivas. La primera, perseguir a los distribuidores de droga, y la segunda, defender la revolución bolivariana. Un híbrido gendarme necesario que macera el vigilantismo eficiente, con las ínfulas antiimperialistas,  bajo la franquicia siempre oportuna del chavismo, que, una vez llegado al poder, haría de ese brazo parapolicial, una fuerza que, sin duda, ameritaba una película.

Conviene ubicar la palabra  “vigilante” en el idioma inglés. El diccionario Merriam Webster define el término “vigilante” como “un miembro de un comité voluntario organizado para suprimir y penar sumariamente el crimen cuando los procesos de la ley son vistos como inadecuados. Más  ampliamente: un autodesignado ejecutor de la justicia”. Un paseo por un diccionario etimológico ubica el origen del término en Missouri, en 1824, omitiendo el corazón del enigma. Como una palabra castiza, ¿encuentra su camino en la Norteamérica profunda? El Merriam Webster no lo aclara. Una lástima.

Tupamaros, guerrilla urbana es entonces un título equívoco que remite más a sus antecedentes imaginarios que a la realidad que busca analizar. Esto no lo hace un documento menos fascinante, porque la película de Markovitz sigue de cerca el surgimiento, auge y caída en desgracia del célebre Alberto “Chino” Carías, animador del colectivo del caso. Su historia abreva a la vez en el aura mítica del malogrado Amaru y seguidores, como en el sostén conceptual de la guerrilla desde Robin Hood hasta nuestros días: la creación de un doble poder, paralelo al del Estado, libre de ataduras legales y presto a generar una justicia rápida, cuya justificación está en el acto mismo. Así presenta el filme a su personaje, que explica su misión de vida, mientras cocina y manipula la carne cruda, una imagen a la que la narración vuelve una y otra vez. El argumento es simple, y tremendamente popular: ¿para qué demorarse con trámites y pruebas? Un narcotraficante, en palabras de Carías, “no tiene derechos, simplemente ¡pam, pam!”. El razonamiento tiene historia. Quien mejor expresó esta filosofía del “vigilante” fue el sociólogo Charles Bronson en el filmw Vengador anónimo de 1974 que costó 3 y recaudó 22 millones de dólares de la época. Su título original era más revelador: Death Wish, anhelo de muerte.

La simpleza es el arma predilecta del populismo y la película tiene la virtud de seguir a su personero, mostrándolo en su cotidianidad de dirigente simpaticazo y eficiente. La cámara en mano, ágil,  curiosa y atenta, se cuela por los senderos del barrio, y deja que Carías hable.

Estrictamente hablando, no tiene mucho para decir, pero la película sabe seguir el camino ahí donde las palabras no alcanzan, entregándonos briznas de sus tragedias, su pobreza, la muerte de su ahijado, la empatía con su gente. Y detrás de ese hombre de verbo fácil que convoca al encanto asoma la violencia. Carías habla y se confiesa en la intimidad de su cocina, mientras la cámara vuelve a la destreza con el cuchillo y su historia de violencia se cuela entre risas, mientras juega con la carne cruda. Y esta es la clave, porque, para volver a Bronson, el signo de la vida de Carías es el de la violencia y el enamoramiento por la muerte, su certeza de que irá al infierno y el regocijo con el que narra sus muertos en privado, o el descaro con el que reniega de la violencia en público.

Sus contradicciones alcanzan el pico revelador en la cocina, porque cocinar es en principio un acto de vida. Carías, manipulando un cuchillo con el que corta brutalmente la carne mientras explica su pensamiento, se traiciona y el espectador descubre en el hiato entre acto y palabra  su pulsión de muerte. En ese movimiento se revela el chavismo cuyo ascenso la película ha usado como columna vertebral cronológica. Nunca se revisará suficientemente la lucidez de Umberto Eco en su ensayo sobre el Uberfascismo, ese identikit del chavismo. Su arista más reveladora, la que lo desnuda íntegramente es su fascinación por la muerte. Cuando Carías busca cubrir su esencialidad con un gesto nutritivo y vital, las palabras lo traicionan y la cámara está ahí para desnudarlo.

La película es un documento imprescindible (probablemente un poco repetitivo para el espectador venezolano), que prefiere ver el desarrollo de la historia en la vida de quien fue un protagonista secundario en el escenario mayor, pero un toro en su torero. Simple, incapaz de entender su rol de mero ariete en un juego mayor, pero un síntoma de los tiempos que vivió. Solo cabe reprocharle a la película su brevedad. Tal vez el personaje, o sus contornos y los poderosos que lo llevaron a su fama de arenilla ameritaban más tiempo. Está en Youtube y es gratis.

Tupamaro, guerrilla urbana. Estados Unidos. 2019. Director: Martin Andrés Markovitz. Con Alberto “Chino” Carias.