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Venezuela y los capitanes del naufragio

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Luis Alfaro Ucero

Conocí a Alfaro Ucero en una visita de cortesía que le hiciéramos representando al periódico El Nacional, en su casa de Monagas, con Miguel Henrique Otero y Simón Alberto Consalvi. Viéndolo sentado en su sillón jubilar, rodeado de los trastos y adornos habituales en una vivienda de clase media provinciana venezolana –tejidos a palillo y almohadones bordados–, costaba habituarse a la idea de que ese hombrecito, otrora empeñoso y próspero vendedor de cigarrillos, era la máxima autoridad política del país que contaba con las mayores reservas petroleras del mundo, el amo y señor del principal y más importante partido del establecimiento, Acción Democrática, y que nada podía hacerse en las altas esferas de la administración pública sin contar con la aprobación de su alcabala. Al extremo de que el político socialdemócrata más importante del país no cabía en su asombro al comprobar que el encargado por él de la privatización de la Cantv, Fernando Martínez Mottola, ya había hablado personalmente con él y había obtenido su aprobación ante una de sus medidas. “Usted me va a arruinar mis relaciones con el partido”, le reclamó CAP, que de él se trata. A lo que el privatizador le respondió: “No, yo creo que no, porque esto que estoy hablando con usted –despedir a dos altos funcionarios adecos de la alta gerencia de la principal empresa telefónica del país– lo he hablado con Alfaro Ucero, y Alfaro está de acuerdo en…-¿Usted ha hablado con Alfaro? –lo interrumpió Pérez asombrado por tal logro. “–Sí presidente. Y esto mismo se lo he planteado a él”. “¡¿Usted habla con Alfaro?! ¿Usted es amigo de Alfaro? –le preguntó sin dar crédito en su asombro.”Ante la afirmativa respuesta de Martínez Mottola, le replicó Pérez sin dejar de mostrarse asombrado –él, el amigo personal del presidente Shimon Péres, de Felipe González, de Willy Brand y las principales figuras de la Internacional Socialista– “¡Caramba! Pero esto si es una buena noticia que usted me da– y todavía, descreído -¿Y Alfaro le aprueba esos cambios?”.

La revelación de este extraño episodio del folklore político venezolano lo encuentro en La rebelión de los náufragos, el libro de Mirtha Rivero que describe el naufragio que sufriera la invencible armada adeca a la caída de Carlos Andrés Pérez, luego de los avatares y trastornos sufridos por la clase política venezolana que dieran al traste con el gobierno de Jaime Lusinchi, la camorra en que se involucrara su clase política luego de la ascensión al poder del caudillo de Rubio, la encarnizada guerra en que se batieran sus principales partidos y, finalmente, la entrega del poder a una pandilla de narcotraficantes uniformados al servicio de la tiranía castrocomunista cubana.

Quien se dé por satisfecho creyendo que ese náufragio fue un incidente menor en la historia de la república, está profundamente equivocado. Detrás de esta inmunda escenografía militarista de crápulas, ladrones, narcotraficantes y contrabandistas hoy a cargo del Estado venezolano están, naturalmente, las altas dirigencias de AD de Alfaro Ucero, los Celli, Ramos Allup y todos los miembros del CEN, así como Caldera, Eduardo Fernández, Pérez y la alta dirigencia de Copei. Sin menospreciar a Petkoff, Ochoa Antich y la dirigencia en pleno del MAS, del PCV y otras lacras de la llamada izquierda revolucionaria venezolana. Observada, controlada y manipulada a la distancia transcaribeña por Manuel Piñeiro, la Secretaría América y los hermanos Castro desde La Habana. La flor y nata del descalabro de los esfuerzos liberal democráticos de América Latina.

Quien pretenda analizar el mapa de la política continental durante estos últimos cincuenta años, del Chile de Allende a la Colombia de Santos, y de la Argentina del Dr. Cámpora a Panamá de Torrijos, no puede dejar de considerar el siniestro papel desempeñado por el marxismo, legal y tolerado por los sistemas dominantes, o ilegal y combatido a medias y con mala conciencia por los gobiernos democráticos de la región. Allí calzan las FARC, los Montoneros, los Tupamaros, los frenteamplistas, los miristas, los comunistas y los socialistas chilenos.

Un complejo de democratismo minusválido y una cobardía irremediable de derechismo no metabolizado lastra a los gobiernos tolerantes ante el terrorismo de nuevo cuño. Le perdonan al castrocomunismo puesto en acción en el sur de Chile con la peor campaña de ataque y destrucción de bienes y personas, temerosos de ser etiquetados por sus autores –representados por sus parlamentarios que se mueven enmascarados de legalismo– de “capitalistas”, como si ser propietario de un banco fuera un delito mayor que asaltarlo, Brecht dixit–

No hay otra vacuna contra el terrorismo castrocomunista activado en Chile por la cubana Secretaría América, que una acción clara, definida e implacable en el uso de las armas que la Constitución le garantiza a las fuerzas de defensa del Estado de Derecho chileno. Sean policías, carabineros o soldados quienes deban hacer uso de ellas. Siempre legítimo, si tienden a mantener el orden constitucional.

Toda debilidad y flaqueza en el recurso a las fuerzas del establecimiento contra sus enemigos, termina pagándolas la ciudadanía a un costo demasiado alto: la pérdida de la libertad. Qui vis pacem, para bellum. Quienes quieran la paz, que se preparen para la guerra.

 

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