Intentando encontrar una referencia cercana a lo vivido en Venezuela en estos últimos veintidós años y especialmente en estos terribles siete años, no encontré nada más útil que acudir al dramaturgo y poeta Francés Antonin Artaud, el autor del teatro de la crueldad, esa manifestación cultural que busca que el espectador se estremezca frente a los terribles vuelcos que produce el ser humano en su conducta moral. Es necesario acudir entonces a la tesis artaudiana para poder aproximarse al desastre que sufre Venezuela, una tragedia medida en vidas, en miseria, en pobreza y en la irracional violencia.
La obra de Artaud es violenta agresiva y cruel, existe entonces un nexo, un ombligo entre los limbos del estado natural de Hobbes y la obra del francés. Ambos describen cuánto puede degenerarse el ser humano, a qué foso puede descender una sociedad y la necesidad de estremecer al lector y al espectador, sin el empleo de eufemismos innecesarios que pretendan edulcorar el discurrir de una tragedia como la vivida; ya acudir a la tesis arendtiana solo permite describir las superficialidades de una hegemonía que en coalición decidió imponer el mal, la perversidad y el horror como constantes. Estamos absolutamente convencidos de la propensión absolutamente falente de diques éticos de contención para aplicar toda suerte de políticas públicas cuyo objetivo sea aplastar a la sociedad, de allí es menester que el acto de educar, de escribir y de alertar a la sociedad sobre este naufragio colectivo se fundamente en la necesidad de estremecer las fibras humanas de toda la población, para que esta comprenda de manera absoluta la pretensión de la crueldad, la violencia impuestas como locus de acción de la coalición que hoy nos secuestra y usurpa de manera violenta y anárquica el poder.
Diariamente escuchamos comentarios destemplados calificando de cobardes y de pusilánimes a los venezolanos, nada más alejado de la realidad, somos una población abatida y diezmada por la crónica de la crueldad, del horror de la inmisericordia y de la violencia, es necesario acudir a la práctica del teatro de la crueldad de Artaud, para lograr explicar de manera certera este drama que vivimos. Este drama se moviliza desde las tesis artaudianas, nuestro país está sumido en un acto congelado del teatro de la crueldad, es menester que las posturas escritas, orales y descriptivas de esta crisis afecten a la población, que es la audiencia tanto como sea posible, en esa necesidad subyace la descripción del horrible caso de los ancianos condenados a la muerte por inanición, hecho ocurrido en la esquizoide capital de un país que sumido en una catástrofe humanitaria y en la peste, se permite aceptar bajo el rigor de ese dolor aplastante la idea perversa de un decreto de navidades, aproximándonos así a Heliogábalo o el anarquista coronado (Héliogabale ou l’Anarchiste couronné), la obra precisa en rigor histórico de Antonin Artaud que presenta los orígenes brutales de Sextus Varius Avitus Bassiansus apodado Gábalo o hijo del dios pagano Helios, quien representaba al sol, y junto a la conjura de su abuela y su madre Julia Soemia Basiana y su terrible abuela Julia Mesa, es coronado desde la anarquía y la violencia para regir los destinos de Roma, dividida en tres partes.
Este libro del cisne de Marsella define los orígenes en la primera parte, la “cuna de esperma”, la guerra de los principios, en la cual presenta la deconstrucción moral de Roma, la desmoralización sistemática del espíritu y los valores sociales, los cuales le eran absolutamente útiles al personaje artaudiano, de allí que la anarquía le resultaba felicidad; las leyes eran una innecesaria inutilidad, puesto que desde su origen divino, sobrenatural y frenético, la ley era él. Es menester encontrar aquí otra vía para presentar en el ombligo de los limbos de Artaud y los limbos de Venezuela un vaso comunicante que establezca un puente entre ambas crueldades y nos permita dejar de ser espectadores pasivos, sino por el contrario agenciar el dolor y el sufrimiento y sentir el horror, la angustia y la desesperación de los ancianos muertos por la guadaña del hambre, convertidos en cadáveres vivientes, bajo el imperio de la anarquía, la inutilidad de la leyes y el vaciamiento del Estado de Derecho, su absoluta fragmentación.
En esta crónica artaudiana tal vez escrita a los costados de esas camas donde encontraron los cuerpos sin vida de los ancianos, fatigados por el dolor, el hambre y hasta la indolencia de la extrema individualidad que ha impuesto a fuego y piedra esta coalición en el poder, y que se esconde tras los neologismos colectivistas, para morigerar su absoluta identidad cruel y violenta, es pertinente citar al dramaturgo marsellés y decir: “Todo tirano en el fondo no es sino un anarquista que se ha puesto la corona y que impone su ley a los demás. Sin embargo hay otra idea en la anarquía de Heliogábalo. Por el hecho de creerse dios, de identificarse con su dios, nunca comete el error de inventar una ley humana, una absurda y descabellada ley humana, por la cual él, dios, hablaría. Él se adapta a la ley divina, en la que ha sido iniciado…” Artaud, A. (1982). Heliogábalo o el anarquista coronado (Vol. 34). Editorial Fundamentos.
Nuestro drama entonces encuentra en Artaud el gozne que abre las hojas de unas puertas al horror y a la violencia como política de Estado, haciendo también necesario que dejemos de pensar de manera laxa o leve, frente al mal. Es necesario que colectivamente sintamos los espasmos, dolores y rigores que anquilosaron hasta la muerte a los ancianos de Puente Hierro y que son la punta visible de un iceberg que describe un infierno tropical, pintado por el Bosco.
Tenemos que reconocernos en esta quemadura ácida que sentimos en cada uno de nuestros miembros, atrofiados por el peso del rigor tiránico que hemos padecido, más allá de la logoterapia de Frankl, debilitados cual cristal, estamos siendo despersonalizados y defenestrados al anonimato, a una existencia silente de una ley impuesta desde la corona de la anarquía; la educación es el escape, pero para ello es necesario exponer la crueldad de manera descarnada, abierta, sin eufemismos, causando estupor en los espectadores, promoviendo su rechazo visceral.
Venezuela y el relato artaudiano es un llamado desesperado a la conciencia colectiva, para que entendamos que no hay intersticios de normalidad, la moral ha sido demolida sistemáticamente y toda forma de corrupción le es cercana, próxima, reconocible, útil y hasta placentera al poder coronado en anarquía, estamos en una guerra de principios, en el segundo acto del relato de Heliogábalo, somos espectadores del drama de la desmoralización desde el poder hacia la ciudadanía. Nuestra trinchera es la civilidad, el legado de Teseo dirían los griegos, el hilo de Ariadna para salir del laberinto y vencer a la violencia hecha carne y hombre mutado, en el engendro de Pasifae.
En nuestras fragilidades, en las fatigas colectivas e individuales que supone esta existencia incompatible con la vida, subyace la respuesta ante la injusta definición de sociedad cobarde o cómplice, estamos viviendo el ombligo de los limbos “L’ombilic des limbes”, somos colectivamente frágiles, una fragilidad que se transforma en dolor, teniendo como marco el teatro de la crueldad, narrado y escenificado por el enfático descriptor de esta crónica del horror.
En uno de mis artículos escribí sobre la necesidad ingente de educar para no repetir el chavismo, siguiendo las lecciones de Theodor Adorno, hoy, a semanas de ese artículo y una acumulación de horrores fétidos, humos de vahos de leña que se quema para dar un sustento de miseria a un hambre física que rompe las vísceras, quebranta las voluntades y hace que una población tenga un andar cadavérico colectivo, un transcurso torpe bajo la fragilidad y el dolor; es menester que desde nuestros roles y posturas decidamos insuflarle una carga de cruda realidad que estremezca al espectador con el drama que padecemos, para dejar atrás la insoportable levedad del ser denunciada por Milan Kundera. En suma, tomar la máxima de Adorno, no educar para no volver al mal, pero compilar este horror, exponernos a toda su carga de crueldad y cual lección kantiana, evitar formar parte de esta estafa ideológica, rescatar a la reflexión y a la razón de su quiebra infligida por esta coalición del mal.
La corona de la anarquía nos impone a leyes deformadas, acomodaticias y manipuladas, para darle sentido de perlocución a su sello desde la neolengua, leyes que vienen de poderes espurios, desde la anarquía de un relato narrativo vacío y sin asidero que solo busca perpetrarse en el poder y seguir acumulando horrores, el tránsito es desde la corona anarquista de Emesa, desde esa cuna de esperma que viajó en el tiempo y en el espacio, hasta Venezuela, haciendo incontrovertible la máxima artaudiana de que todo tirano es un anarquista, hasta llegar al ombligo de los limbos el letargo general en el dolor y la fatiga que produce el horror y el miedo que constituye la yuxtaposición de Hobbes y Artaud, el estado natural violento y el relato de la violencia, un maridaje para la dominación social.
Para cerrar, es absolutamente impostergable entrar en contacto con el espanto general que nos debe producir esta situación para nada normal, absolutamente inaceptable y contrario a la dignidad humana, para superar este escollo, debemos entenderlo en la magnitud de su horror, saber que callar no es garantía de estar salvo, sino un acto de entrega absurda a la dimensión del horror desde la anarquía.
“Una sensación de quemadura ácida en los miembros, músculos retorcidos e incendiados, el sentimiento de ser un vidrio frágil, un miedo, una retracción ante el movimiento y el ruido. Un inconsciente desarreglo al andar, en los gestos, gesto simple, una fatiga sorprendente y central, una suerte de fatiga aspirante. Los movimientos a rehacer, una suerte de fatiga mortal, de fatiga espiritual en la más simple tensión muscular, el gesto de tomar, de prenderse inconscientemente a cualquier cosa, sostenida por una voluntad aplicada. Una fatiga de estar cargando el cuerpo, un sentimiento de increíble fragilidad, que se transforma en rompiente dolor” (…)
Antonin Artaud, L’ombilic des limbes
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