El pasado 23 pudimos celebrar el activismo de la comunidad internacional alrededor de la grave cuestión venezolana que nos mantiene como presas, sin aparente solución.
Ello se logra por obra de una filigrana a manos de tres artesanos de experiencia, emisarios del encargado presidencial Juan Guaidó: su canciller, Julio Borges, y sus embajadores ante la OEA y Washington, Gustavo Tarre Briceño y Carlos Vecchio.
El caso es que el activismo señalado, que ha lugar en el marco de las Naciones Unidas, concita la reacción de los europeos, un verdadero monumento al cinismo.
A la par de los enviados de Guaidó, Colombia, Brasil y Estados Unidos, alcanzan a consensuar una narrativa apropiada a las circunstancias –muy realista– y que, al término, focaliza como germen destructivo de Venezuela a la Cuba de Castro y Díaz-Canel.
Los europeos, entre tanto, se ocupan de diluir o matizar los medios de solución propios a la misma, con otra narrativa, más que ideal, relativista, engañosa, supuestamente racional, hija de lo posible.
Veamos una y otra.
Los países americanos miembros del TIAR declaran lo siguiente:
“El territorio venezolano se ha convertido en refugio, con la complacencia del régimen ilegítimo, de organizaciones terroristas y grupos armados ilegales, como el Ejército de Liberación Nacional, Grupos Armados Organizados Residuales y otros que amenazan la seguridad continental, … [y] el conjunto de esas actividades criminales, asociado a la crisis humanitaria generada por el deterioro de la situación política, económica y social…, representa una amenaza para el mantenimiento de la paz y la seguridad del continente”.
Los países miembros del Grupo Internacional de Contacto –previo anunciar haber rebanado a su favor a Panamá, para poner en duda la unidad americana– repiten la visual que arrastran, por cierto, desde el año 2003. Entonces se empeñan en impedir el referéndum revocatorio del mandato de Hugo Chávez, que al término lo impone la OEA a pesar de Jimmy Carter. El asunto, como se ve, no es reciente ni casual. No es solo José Luis Rodríguez Zapatero quien se empeña en desmontar el revocatorio constitucional de Nicolás Maduro, y lo logra.
El texto europeo reza así:
“Una transición negociada que conduzca a elecciones presidenciales creíbles, transparentes y supervisadas internacionalmente, la reinstitución de los poderes públicos y un paquete de garantías que permitan la convivencia política son elementos esenciales para superar la crisis, lograr la reconciliación nacional y la recuperación económica. Las rutas alternativas solo pueden conducir a una mayor polarización, un mayor deterioro de la situación humanitaria y un aumento de las tensiones regionales con graves riesgos de error de cálculo”.
La lectura de ambas declaraciones hace innecesaria la exégesis.
Se trata de dos mundos. De allí que, sibilinamente, la última intente justificarse por quienes adhieren a la misma, arguyendo lo inaceptable e incivilizado del uso de la fuerza que se esconde tras el mecanismo del TIAR. Pero la verdad es otra.
La tesis de los americanos no transita por los predios de la beligerancia clásica –pasada de moda, inútil en siglo XXI– y le ha abierto puertas, eso sí, a las sanciones multilaterales contra los miembros de la asociación criminal transnacional que secuestra a Venezuela; que provoca la diáspora para facilitarse sus tareas criminales complejas; para canibalizar como lo hacen el territorio venezolano, succionándole sus riquezas anárquicamente y haciéndolo patio libre para el narcotráfico, el terrorismo, y la exportación regional de la violencia.
¿Qué acaso las negociaciones es lo pertinente, dicen los europeos?, es una verdad palmaria.
Mas una cosa es una negociación entre fuerzas del orden y unos secuestradores o plagiarios, y otra distinta la que ha lugar entre políticos y cosmovisiones que tensionan el ambiente, todavía más ahora bajo el relativismo moral y el progresismo que impone la realidad transicional de la globalización.
De modo que, al leer el texto europeo no pude menos que volver mi mirada al pasado, a la columna que escribo un 6 de enero de 2003 para el diario El Universal de Caracas, sobre “La miopía de la izquierda europea”. Y esta vez pienso en Antonio Guterres, secretario de la ONU, en la canciller Mogherini y en el canciller Borrell, y en la misma Bachelet, todos a uno, casualmente, miembros de la Internacional Socialista.
Algunos párrafos de aquella columna me bastan para contextualizar el reduccionismo de los europeos y para darle sentido al título de esta otra, pasada una generación:
“Si un militar ex golpista latinoamericano se transforma a la manera de Chávez en presidente y tiene arrojos de autócrata, ello sería propio de nuestra condición sociológica de comarcas del subdesarrollo. Y si el mismo, por lo demás, resulta electo con el voto mayoritario de su pueblo y asume como compromiso la defensa de los pobres, antes que un “gorila” o simple “milico” sería una revelación: una suerte de mesías, quien habría redimido los pecados de sus primitivos y corrompidos compatriotas”.
“Hitler, encaramado sobre la Constitución de Weimar y Mussolini, manipulando el célebre Estatuto Albertino, son vivos ejemplos y testimonios de algunos liderazgos europeos que, habiendo emergido de la emoción y de la adhesión popular, igualmente concluyeron haciendo de sus electores las primeras víctimas de la insania dictatorial”. Y eso que no tenía bajo el radar al cartel de Cuba, al terrorismo deslocalizado, el lavado de dineros corruptos, y al narcotráfico colombo-venezolano.
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