La complejidad de la crisis venezolana reclama atender a su solución, en el menor tiempo posible, bajo riesgo de que las heridas, vejaciones, sufrimientos que padece la nación en su conjunto se agraven y la desaparezcan totalmente. No es fácil hacerlo. Se trata de una cuestión que desborda la política y la organización constitucional de las libertades. Apunta a una realidad inédita: la disolución cabal de la sociedad como expresión política, como Estado, por la sobreposición de un factor de dominio ajeno: la criminalidad común transnacionalizada en maridaje táctico con el terrorismo deslocalizado.
Resolver sobre esto implica la formulación de una política pública adecuada y global; pero, insisto, es un tema extraño al quehacer político y de los políticos, a lo ideológico o de realización local de la ciudadanía. Distinto es que, con cinismo desembozado, se le use por los mismos criminales comunes y sus socios terroristas –subrayo lo de “comunes”– en modo de legitimar el delito arguyendo razones políticas: asaltar bancos como expropiación revolucionaria, asesinar enemigos como costo necesario de la revolución, traficar drogas para acabar con el imperio que la consume, tanto como atentar contra los valores de la cultura occidental y cristiana a fin de fracturar las bases de las naciones que formara y sobre ellas levantar otras, en la transición, relativistas, progresistas, amorales, sin cánones sociales que obliguen salvo a quienes discrepen y deban ser castigados “con todo el peso de la ley”.
Los datos de la crisis son demoledores, máximas de la experiencia.
Un Estado que durante los años del boom petrolero –lo leo en un artículo de Tomás Straka– se hace de 1 billón de dólares administrados por un socialismo real moderado, ha terminado peor que los socialismos reales verdaderos conocidos por el mundo. Se sitúa a la par de los colapsos, la pobreza y emigración de Nigeria y Afganistán. La canasta alimentaria cuesta 300 dólares y el salario frisa los 6 dólares, en una población cuyo 90% la forman pobres, 15% de los niños sufre de desnutrición y más de 1 millón de sus habitantes padece de malaria.
Tengo presente el esfuerzo que por años acometen estudiantes universitarios venezolanos en Estados Unidos –de pregrado y posgrado–, quienes imaginan terapéuticas solo respecto de lo último, con el nombre de “Plan País”; tanto como ruedan las propuestas que, con igual título, elaboran los partidos que hacen vida dentro de la Asamblea Nacional.
Estados Unidos hace previsiones de corto y mediano plazos para la recuperación económica de Venezuela y se sincroniza con Colombia: país que recibe la cuota mayor de su diáspora y la acoge con sentido de solidaridad encomiable; lo que anuncia, por cierto, un prometedor futuro en los vínculos entre ambas: una misma nación que fractura España, seccionando a aquella del Virreinato de Nueva Granada, en 1731.
Hay un piso que le sirve de soporte a la esperanza venezolana y es el de la nación: pueblo forjado en los hornos de un presente constante, de una cultura inconclusa y ética compartidas, pero “asociados por la concorde comunidad de objetos amados”, diría san Agustín.
Un escollo de peso se atraviesa –lo advierto al principio– y acaso dejaría de ser tal por imperativo de la misma globalización, al mutar las formas tradicionales de relación espacial y temporal entre los integrantes de la “patria de bandera”, según la expresión de Miguel de Unamuno. Me refiero, en lo específico, a la desaparición plena del Estado en Venezuela; lo que no se revierte con la formación de otra constitución política, pues esta formaliza lo que es y ya existe.
Los elementos de su estatalidad han desaparecido. Carece de verdadera personalidad jurídica internacional, que la salva, por ahora, el hecho del reconocimiento a un conductor político con legitimidad, Juan Guaidó.
La población venezolana se ha dispersado por el mundo a la manera de los judíos; pero, a diferencia de estos, la nuestra, que conserva hacia afuera unidad afectiva y en el dolor que le causa el ostracismo impuesto, hacia adentro medra pauperizada en lo biológico y humano. Se hace débil su desarrollo cerebral y de la inteligencia por la desnutrición masiva, y su enseñanza formal es ideológica y militar. Los estudios secundarios y universitarios se han vuelto fábricas de salchichas, de bachilleres y doctores iletrados.
La soberanía territorial es un monumento a la falacia. La abandonaron las instituciones llamadas a sostenerla y defenderla. Priva la anarquía en el espacio, controlado por grupos criminales y terroristas, y por mercaderes extranjeros que canibalizan sus riquezas: tierra arrasada y de nadie es la nuestra. Hasta el costado oriental sufre hemiplejia, dado su asalto fáctico por Guyana y las empresas petroleras.
Nada que decir de la soberanía e independencia política del país, confiscada por la metrópolis y sus autoridades, residentes en La Habana, en Moscú, en Siria, en el Líbano.
Si algo resta son los vestigios de la agonía y desaparición de la república de Venezuela. No existe más. Ocupa su espacio un “des-orden estructural” narcoterrorista y criminal deliberado (¿Estado paralelo?), que urge destruir. Cabe crear, luego, la “cosa pública”, como lo hicieran paso a paso los primeros adelantados en la Conquista, quienes nos sacan de la selva y reúnen en sitios fijos para hacernos nación y más tarde entidad legal y política.
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