En una democracia, como la que Venezuela logró construir durante la República Civil, desde 1958 y hasta 1998, a pesar de todos los pesares, reales o inventados; la dinámica política permitía o favorecía el cambio, el pluralismo y la civilidad. Incluso en sus tiempos más álgidos.
Todo eso se fue transmutando, con gran habilidad, desde 1999. Poco a poco, pero sin pausa, se fue montando una hegemonía despótica, depredadora y envilecida que ha ido destruyendo al país, y malbaratando la época del auge de los precios del petróleo más prolongada y caudalosa de nuestra historia.
En la década muy difícil de los años noventa del siglo XX, el promedio del precio petrolero nacional alcanzó los 15 dólares. Años después, ya la hegemonía en consolidación, ese mismo precio superó los 150 dólares. Diez veces más. Nada de lo cual, por cierto, tuvo que ver con Miraflores sino con las realidades del mercado petrolero internacional.
Todo eso se ha dicho y repetido, y debe seguirse haciendo, sobre todo para que las nuevas generaciones entiendan las cosas en perspectiva o en contexto histórico.
En la referida transmutación, la lucha política y civil, degeneró en guerra sin cuartel. Los adversarios son considerados, por el poder establecido, como enemigos. Y la habilidad de la hegemonía ha producido una nueva especie de supuestos adversarios, que son los cómplices. La corrupción colosal de la hegemonía, acaso su eje fundamental, ha dado para eso y más.
Para los mandoneros del poder, los adversarios son o enemigos o cómplices. No hay más espacio. Incluso en sus filas, la purga es la norma, sin excluir la cárcel y también la desaparición.
Estas verdades me dan esperanza. Sí, esperanza. Venezuela no es así. La manera de ser de la generalidad de los venezolanos no es así. Estamos como esclavizados por la hegemonía. Y tenemos y podemos liberarnos. Nos costará mucho. Sin duda. Pero la nación venezolana no es Tocorón.