Ilustración;
Jeanette Ortega Carvajal

Con su bastón, Gabriel, el abuelo, ayuda a caminar a su vejez mientras arrastra recuerdos que no reconoce. Se quita las medias, abre la nevera y las pone en la segunda repisa del congelador. Sin piedad, una bocanada de niebla blanca, fría y escarchada, abofetea las arrugas de su rostro.

Hay algo que Gabriel quiere recordar, pero no sabe qué.

Un turpial, hermoso como todos, con su plumaje amarillo y negro, se cuela por la ventana. El abuelo lo persigue. Intenta atraparlo. No lo logra. Con un marcador, sobre una hoja, escribe con letra grande: “leyes”, “bandera”, “justicia”. Recorta los nombres y los pega sobre un libro de la Constitución de Venezuela, sobre una antigua y desteñida bandera tricolor, y sobre la imagen de una mujer con ojos vendados quien, enérgica, sostiene una balanza en una mano y una espada en la otra.

一¡Sí! –le cuenta el abuelo al turpial- ¡puse letreros a las cosas como en mi Macondo, para evitar la peste del olvido!

De la biblioteca, el abuelo toma un libro titulado: Cien años de soledad. Lo abre y libera a sus personajes: Aureliano Buendía le lee el periódico. Melquiades le prepara un cafecito recién colado. Pilar Ternera lo ayuda a vestirse y le vaticina que tendrá un buen día mientras, Pietro Crespi, muy alegre, toca la pianola y canta en italiano.

Remedios, siempre joven y agraciada, levita por la casa y sobre la pared dibuja hermosas orquídeas con pétalos de color violeta; al lado, llegando a lo alto del techo, traza al carboncillo, la silueta de un frondoso araguaney. Hasta un náufrago, quien no era parte de esta historia, con llagas en la piel, pintado en óleo y oliendo a mar, se acerca al viejo para darle agua.

一¿Qué está pasando con mi memoria? –interroga al náufrago quien se desdibuja ante la pregunta, al punto que desaparece.

一Tu memoria se extravió, abuelo –responde un joven que acaba de llegar y quien trae puesta una franela ceñida a sus huesos.

El muchacho no ve a los fugitivos personajes del libro y, tratando de ventilar el sitio, sacude un trapo y ante el roce de la tela, se desvanecen como si de simple aire se trataran.

一Abuelo, hay que irnos. Recuerde que si llegamos tarde la fila para cobrar la pensión será más larga y aquí, en Venezuela, los viejitos pasan trabajo porque esa miseria no alcanza pa’ nada. Por cierto –dice el nieto cerrando la nevera- ¿cuántas veces le he dicho que no la deje abierta y que no pegue letreros por la casa?

一Mijo, es que me da miedo olvidar… ¿sientes el olor de la guayaba?

一¿De la guayaba? No. ¡Del mango, abuelo! Y menos mal que estamos en temporada porque eso es lo que vamos a comer por un buen tiempo. Agarre sus macundales y vámonos.

一¡Ya va! Tengo que escribir. Yo soy…

一¡Un pobre viejo! A eso lo rebajó este gobierno –con dulzura, el muchacho, añade- Usted, y perdóneme abuelo, es uno de tantos venezolanos que se mató trabajando por un país que hoy le da la espalda. Usted no es quien cree. Usted no es Gabriel García Márquez, y este, aunque parece un pueblo olvidado, no es Macondo, es Venezuela. Aquí, a muchos, el hambre los obligó a olvidar el orgullo y a cambiar la dignidad por una bolsa de comida llena de gorgojos. ¡Eso sí es Alzheimer!

一¡Yo no tengo la culpa!

一¡Ni se la estoy echando! –el nieto, con cariño, añade- abuelito, yo sé que no lo recuerda, pero yo estudio en la Universidad Central de Venezuela…

一¡Claro que lo recuerdo y estoy orgulloso de…!

一¿De qué?… la UCV no es lo que fue en su época. La Universidad Central de Venezuela sobrevive con un presupuesto insuficiente, y los profesores ganan quince dólares mensuales, más alguno que otro bono que por lo poco, es humillante. Por eso, la educación de este país se está extinguiendo, y es que el amor y la abnegación no pagan las cuentas.

一Pero el gobierno debería …

一¡Debería! … pero no lo hace. Son muchos los años que llevamos en esto. Yo ya no puedo más. ¡Quiero estudiar, trabajar, que me paguen y que el sueldo me alcance! Quiero libre los domingos para llevarlo al cine y comprarle cotufas, un refresco y una barra de chocolate… quiero que usted compre sus medicinas sin que se humille. Quiero que mi hijo, cuando algún día lo tenga, vaya al colegio todos los días y no sólo tres veces a la semana. Que no pase hambre, que no limpie vidrios de carros frente a los semáforos, ¡porque eso está pasando, abuelo!

一Muchacho… ¿y si te vas?

一No quiero irme de mi país… –luego, añade- abuelito, usted está así, con esa memoria que inventa cosas y que a veces le borra las ideas y los recuerdos, porque su pensión ni siquiera alcanza para sus pastillas… escúcheme: el 28 de julio, usted y yo, haremos una fila enorme para votar por la democracia. ¡Y vamos a ganar porque estamos unidos! ¡Vamos a atiborrar al país con la esperanza de la gente buena!… abuelo, mire esta bandera. Es suya y es mía, por eso yo, en mi alma, voy a incrustar cada una de sus estrellas para llevarlas por dentro, fundirlas con mis sueños y con colores alegres, refrescar su desteñido tricolor –eufórico, abraza al abuelo y añade- ¡viejo, aquí hay futuro! Merecemos ser felices, pero hay que votar en las elecciones presidenciales para romper las cadenas de Venezuela y darle la libertad.

El abuelo, repentinamente, aparta a su nieto.

一¡Recordé lo qué tenía que hacer! –dice feliz.

En una hoja, escribe: hay que recobrar la dignidad, el respeto, la libertad, la educación y los sueños… unidos, debemos seguir adelante.

El abuelo abre la nevera, saca las medias de la segunda repisa del congelador y mientras se las pone, Remedios, quien se había escondido para no desaparecer, vuela hasta lo alto de la pared y desprende de ella las hermosas orquídeas que había dibujado. Con la fuerza que da la esperanza, las coloca sobre los agrietados recuerdos del abuelo, quien, en ese instante, entre pétalos de color violeta, logra recordar que fue profesor titular de la Universidad Central de Venezuela, y que, aún jubilado, mientras pudo, dio clases de Literatura Latinoamericana.

一¡Gabo! –grita la voz dentro de la cabeza del abuelo- ¡Gabriel! –repite el grito con más fuerza.

一¡No soy Gabriel García Márquez ni Venezuela es Macondo! –sentencia el abuelo, citando a su nieto-.

一Mijo –le dice al muchacho- ¡vamos a votar!

 

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